Décimo domingo del tiempo ordinario
(I Reyes 17:17-24; Gálatas 1:11-19; Lucas 7:11-17)
Era el hijo menor de la familia con cinco hermanos. Su muerte inesperada causó mucha angustia. Pues no iba a misa; aun dijo que no estaba cierto que Dios exista. Su madre estaba particularmente desconsolada. “¿Qué va a pasar con él?” se preguntó. Encontramos a Jesús enfrentando una situación semejante en el evangelio hoy.
Caminando con sus discípulos, Jesús topa con una procesión funeral. Le informan que el fallecido era el único hijo de una viuda. Jesús mira a la madre con la misericordia. Hace poco él dijo a los multitudes en el llano, “’Dichosos los que lloran, pues después reirán’”. Para esta mujer apenada, el después ha llegado. Jesús va a volver su luto en alegría.
Tocando el ataúd, Jesús detiene la procesión. Entonces dice al joven: “’…levántate’”. Sus palabras despierta al hombre como si fuera tomando una siesta. Entonces Jesús le devuelve a su madre. Se puede preguntar: “¿Habría Jesús resucitado al muerto si fuera la viuda en la ataúd y el hijo sintiendo la angustia?” Si el enemigo número uno siempre es la muerte, ¿por qué no lo hubiera hecho?
Sin embargo, el propósito de Jesús es patentemente aliviar el dolor de la viuda. No sólo ella queda desconsolada por no ver a su hijo llegar al culmen de la vida sino también presuntamente no tiene sostén para vivir. Jesús, el rostro de la misericordia de Dios, actúa siempre para aliviar la miseria. No obstante, Jesús no siente la renuencia a llamar a los jóvenes de sus padres para ser sus discípulos. Lo hace a la vez que les promete la persecución hasta la muerte. Hay que ser un mayor motivo moviendo a Jesús en este caso que el deseo de ver familias reunidas. ¿Qué será?
En el pasaje próximo de este evangelio según san Lucas los discípulos de Juan vienen a Jesús con una pregunta. Quieren saber si él es “el que ha de venir” o es necesario que esperen a otro. Es decir, si él es el mesías, el que va a salvar a Israel de sus enemigos para establecer un reino para siempre. Jesús les ofrece testimonio de quien es. Dice: “’…los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios…, lo sordos oyen, los muertos vuelven a la vida, y a los pobres se les anuncia el mensaje de salvación’”. Vemos que Jesús no está diciendo que es el mesías. Está retándoles que cambien su perspectiva del mesías para aceptar a él como el mismo. No es un guerrero que vaya a tumbar el dominio del imperio romano. Más bien, él viene para aliviar los sufrimientos de la gente e invitar a los demás a seguirlo. Lo seguirán a su resurrección de la muerte por el camino del amor.
Nosotros como los judíos en el tiempo de Jesús queremos a un mesías que va a entregarnos de todos nuestros problemas. Queremos a un Dios que curará nuestras enfermedades tan pronto como le recemos. Queremos a un Cristo que nos salve de apuros financieros sin que suframos necesidad. Queremos a un Señor que nos entregará una familia amorosa, una casa cómoda, y una carrera que nos realiza. En el evangelio hoy Jesús nos ofrece el testimonio que no somos desorientados por desear estos bienes pero tampoco van a llevarnos al nuestro destino. Nos intima que nuestra salvación queda siempre en confiar en él. Es decir, que lo sigamos por hacer obras de misericordia hasta que nosotros también lleguemos a la vida eterna.
Se habla del don de lágrimas. Es la capacidad de llorar con los que lloren. Jesús bendice esta capacidad cuando dice, “’Dichosos lo que lloren’”. Nosotros no podemos levantar a los muertos, pero sí podemos buscar este don de lágrimas. Constituirá una obra de misericordia hacia las personas en luto. Llorar con los que lloren constituye obra de misericordia.
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