–Demos gracias a Dios, pues parece que ya hemos terminado…
–Hemos terminado de exponer la conversión, pero seguimos con el grandioso asunto de la santidad.
En el artículo anterior veíamos que la inmensa misericordia del Señor nos concede que podamos satisfacer por nuestros pecados «ante Dios Padre por medio de Jesucristo» por –las penas de la vida, –las impuestas por el confesor en el sacramento, y –«con las penas espontáneamente tomadas por nosotros para castigar el pecado» (Trento, Denz 1693); lo que solemos llamar mortificaciones voluntarias. Pues bien, ¿cuáles son las principales obras penitenciales que debemos imponernos?
* * *
–La oración, el ayuno y la limosna
La Iglesia ha visto siempre «en la tríada tradicional oración-ayuno-caridad la forma fundamental para cumplir con el precepto divino de la penitencia» (Pablo VI, Poenitemini 60). Es doctrina enseñada por nuestro Señor Jesucristo nada menos que en el Sermón del Monte, síntesis de su doctrina: allí nos dice cómo hay que orar, ayunar y hacer limosna (Mt 6,1-18). Con este Evangelio precisamente se inicia la Cuaresma en el Miércoles de Ceniza. Y es doctrina inculcada a todos los fieles mediante la Liturgia de la Iglesia. «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que nos otorgas remedio para nuestros pecados por medio del ayuno, la oración y la limosna, mira con amor a tu pueblo penitente, y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas» (or. 3 Dom. cuaresma).
La sagrada Escritura siempre enseña el valor penitencial de la ascética triada: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; cf, Jdt 8,5-6; Dan 10,3; Lc 2,37; 3,11). Jesucristo, en el desierto, confirma esta tradición ascética (Mc 1,13; cf. Ex 24,18), y la enseñó, como hemos visto, en el Sermón del Monte. En la Iglesia antigua, de hecho, oraciones, ayunos y limosnas vienen a formar el marco fundamental de la vida evangélica (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2. 4. 31; 13,2-3; 14,23; 1Cor 9,25-27; 2Cor 6,5; 11,27).
Los Padres apostólicos exhortan igualmente a los fieles para que desarrollen sus vidas en esa tríada penitencial, pues es ella la que hace posible al hombre la verdadera metanoia (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comparación 5,3; cf. San Justino, I Apología 61,2).
Los Padres de la Iglesia con gran frecuencia enseñan eso mismo, como podemos ver en este texto de San León Magno (+461): «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que se han de realizar en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas, según hemos recibido. Pues por la oración se busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la concupiscencia de la carne, por las limosnas se perdonan los pecados (Dan 4,24). Al mismo tiempo, por todas estas cosas se restaura en nosotros la imagen de Dios, si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si somos incesantemente solícitos para nuestra purificación, y si constantemente procuramos la sustentación del prójimo. Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de Dios y nos hace inseparables del Espíritu Santo. Porque en las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida inocente, y en las limosnas, la benignidad» (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4; cf. 4ª,1; Hom. 10ª cuaresma).
La vida del pueblo cristiana es organizada por los Padres y concilios a lo largo de la historia de la Iglesia con oraciones (las Horas, el Domingo), ayunos (días penitenciales) y limosnas (diezmos y primicias), pues saben bien que esa triple coordenada establece el espacio espiritual más favorable para el crecimiento de la vida en Cristo. Juan Pablo II hace notar que «oración, limosna y ayuno han de ser comprendidos profundamente. No se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-III-1979; cf. 21-III-1979). Lo mismo enseña el Catecismo (1434-1435; cf. 2443-2449).
* * *
–Ayuno
El ayuno es restricción del consumo del mundo, es privación del mal, y también privación del bien, en honor de Dios y en expiación por el pecado, que siempre es aversio a Deo et conversio ad creaturas. El hombre carnal es insaciablemente ávido del mundo, que está bajo el Maligno. Por eso, para mejor volverse a Dios y al prójimo, hay que ayunar de todo lo mundano, con todo dominio y sobriedad, «teniéndolo como si no se tuviera» /1Cor 7,5): comida, gastos, viajes, vestidos, lecturas, noticias, relaciones, espectáculos, actividad sexual, usando de modo que se evite todo abuso, todo lo que sea ávido consumo del mundo visible: moderando, reduciendo, simplificando, seleccionando bien.
La vida cristiana es, en el más estricto sentido de la palabra, una vida elegante, es decir, que elige siempre y en todo; lo contrario, justamente, de una vida masificada, consumista y automática, en la que las necesidades, muchas veces falsas, y las pautas conductuales del mundo, muchas veces malas, son impuestas por el ambiente. Es únicamente en esta vida elegante del ayuno donde puede desarrollarse en plenitud la pobreza evangélica. Y por supuesto, la oración y la limosna.
–Oración
La oración hace que el hombre se vuelva a Dios, cante su gloria, celebre en el culto su misericordia omnipotente, le mire y contemple, le escuche y le hable, lea sus palabras y las medite, se una con él sacramentalmente. Pero sin ayuno, que nos libra de una inmersión excesiva y desordenada en el mundo, no es posible la oración. Sin ayuno no puede el hombre elevarse en el vuelo de la oración. Pero a su vez, sin oración, sin amistad con el Invisible, no es psicológica ni moralmente posible reducir el consumo de lo visible. Es la oración la que posibilita el ayuno y lo hace fácil.
–Limosna
La limosna hace que el cristiano se vuelva al prójimo, lo conozca, lo ame, lo escuche, y le preste ayuda, consejo, presencia, dinero, casa, compañía, afecto. Pero difícilmente está el hombre disponible para el prójimo si no está libre del mundo por el ayuno y encendido en Dios por la oración. El cristiano sin oración, cebado en el consumo de criaturas, no está libre ni para Dios por el ayuno, ni para los hombres por la limosna. Está preso, está perdido, está muerto.
Forman un triángulo equilátero, en el que cada lado sostiene a los otros dos. Oración, ayuno y limosna se posibilitan y exigen mutuamente, formando un triángulo que abarca la vida del cristiano en todas sus dimensiones. Y dicho sea de paso: éstos son los tres consejos evangélicos más adecuados para fomentar la vida de perfección en los laicos consagrados solamente por el bautismo.
Por la triada penitencial se produce la conversión perfecta del hombre a Dios y la completa expiación por los pecados. San Pedro Crisólogo decía: «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (ML 52,320). Con razones profundas explica Santo Tomás la conversión del pecador a Dios por esta triple vía: «La satisfacción por el pecado debe ser tal que por ella nos privemos de algo en honor de Dios. Ahora bien, nosotros no tenemos sino tres clases de bienes: bienes de alma, bienes de cuerpo, y bienes de fortuna o exteriores. Nos privamos de los bienes de fortuna por la limosna; de los bienes del cuerpo por el ayuno; en cuanto a los bienes del alma no conviene que nos privemos de ellos ni en cuanto a su esencia, ni disminuyéndolos en cantidad, ya que por ellos nos hacemos gratos a Dios; lo que debemos hacer es entregarlos totalmente a Dios, y esto se hace por la oración» (STh Sppl 15,3).
* * *
–La confesión de los pecados
La conversión penitencial integra el examen de conciencia, el dolor de corazón, el propósito de la enmienda, la satisfacción o expiación, y cuando se realiza plenamente en el sacramento, exige la confesión oral de los pecados. Resumo la enseñanza de la Iglesia con algunos números del Catecismo
1455. «La confesión de los pecados, incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.
1456. «La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia: “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf. Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos” (Trento, Denz 1680);
«Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque “si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora” (S. Jerónimo, Eccl. 10,11) (Trento, Denz 1680).
1457. «Según el mandamiento de la Iglesia “todo fiel llegado a la edad del uso de razón debe confesar, al menos una vez la año, los pecados graves de que tenga conciencia” (Código can. 989; cf. Denz 1683; 1708). “Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave que no celebre la misa ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental a no ser que concurra un motivo grave y no haya posibilidad de confesarse; y, en este caso, tenga presente que está obligado a hacer un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” (Código, can. 916; cf. Trento, Denz 1647; 1661). Los niños deben acceder al sacramento de la penitencia antes de recibir por primera vez la sagrada comunión (Código can. 914).
1458. «Sin ser estrictamente necesaria, la confesión de los pecados veniales, sin embargo, se recomienda vivamente por la Iglesia (cf. Trento, Denz 1680; Código 988,2). En efecto, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso (cf. Lc 6,36):
«El que confiesa sus pecados hace las paces con Dios. Dios reprueba tus pecados. Si tú también te acusas, te unes con Dios. Hombre y pecador son dos cosas distintas; cuando oyes, hombre, oyes lo que hizo Dios; cuando oyes, pecador, oyes lo que el mismo hombre hizo. Deshaz lo que hiciste para que Dios salve lo que hizo. Es preciso que aborrezcas tu obra y que ames en ti la obra de Dios. Cuando empiezas a detestar lo que hiciste, entonces empiezan tus buenas obras, porque repruebas las tuyas malas… Practicas la verdad y vienes a la luz» (S. Agustín, In Iohannis Evangelium 12,13).
* * *
–La compunción
Uno de los rasgos primarios de la espiritualidad del cristiano es esa conciencia habitual de ser pecador, que los latinos llamaban «compunctio» y los griegos «penthos». Es la compunción una tristeza por el pecado, no una tristeza amarga, sino en la paz de la humildad, y en lágrimas, que a veces son de gozo, cuando en la propia miseria se logra contemplar la misericordia abismal del Señor. «La tristeza conforme a Dios origina una conversión salvadora, de la que nunca tendremos que lamentarnos; en cambio, la tristeza producida por el mundo ocasiona la muerte» (2Cor 7,10).
En la tradición cristiana la compunción de corazón ha sido un rasgo muy profundo. En los Apotegmas de los padres del desierto, leemos que uno de ellos confesaba: «Si pudiera ver todos mis pecados, tres o cuatro hombres no serían bastantes para lamentarlos con sus lágrimas» (MG 65,161). Y otro explica la causa de esa actitud: «Cuanto más el hombre se acerca a Dios, tanto más se ve pecador» (65,289). Pero ese acercamiento a Dios, a su bondad, a su hermosura, explica a su vez por qué la compunción no es sólo tristeza, sino también gozo inmenso y pacífico, un júbilo que a veces conmueve el corazón hasta las lágrimas.
Así lo describe Casiano: en el monje «a menudo se revela el fruto de la compunción salvadora por un gozo inefable y por la alegría de espíritu. Prorrumpe, entonces, en gritos por la inmensidad de una alegría incontenible, y llega así hasta la celda del vecino la noticia de tanta felicidad y embriaguez espiritual… A veces está [el alma] tan llena de compunción y dolor, que sólo las lágrimas pueden aliviarla» (Colaciones 9,27).
* * *
–La penitencia hoy
«El pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado». Esta afirmación de Pío XII (Radiomensaje 26-X-1946) es recogida por Juan Pablo II en su exhortación apostólica Reconciliatio et pænitentia (1984, 18). Y en ella señala varias causas:
–«Oscurecido el sentido de Dios, perdido este decisivo punto de referencia interior, se pierde el sentido del pecado». –El secularismo, «que se concentra totalmente en el culto del hacer y del producir, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de “perder la propia alma”, no puede menos de minar el sentido del pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre». Pero «es vano esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado» [«Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces», Sal 50]. También están los equívocos de la ciencia humana mal entendida: –La psicología, cuando se preocupa «por no culpar o por no poner frenos a la libertad, lleva a no reconocer jamás una falta». –La sociología conduce a lo mismo, si tiende a «cargar sobre la sociedad todas las culpas de las que el individuo es declarado inocente». –Un cierta antropología cultural, «a fuerza de agrandar los innegables condicionamientos e influjos ambientales e históricos que actúan en el hombre, limita tanto su responsabilidad [su libertad] que no le reconoce la capacidad de ejecutar verdaderos actos humanos y, por lo tanto, la posibilidad de pecar». –Una ética afectada de historicismo «relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicional, y niega, consecuentemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos».
«Incluso en el terreno del pensamiento y de la vida eclesial –sigue diciendo el Papa– algunas tendencias favorecen inevitablemente la decadencia del sentido del pecado. Algunos, por ejemplo, tienden a sustituir actitudes exageradas del pasado con otras exageraciones: pasan de ver pecado en todo, a no verlo en ninguna parte… ¿Y por qué no añadir que la confusión, creada en la conciencia de numerosos fieles por la divergencia de opiniones y enseñanzas en la teología, en la predicación, en la catequesis, en la dirección espiritual, sobre cuestiones graves y delicadas de la moral cristiana», por ejemplo, en lo referente a la moral conyugal, «termina por hacer disminuir, hasta casi borrarlo, el verdadero sentido del pecado? Ni tampoco deben ser silenciados algunos defectos en la praxis de la Penitencia sacramental». El Papa quiere que «florezca de nuevo un sentido saludable del pecado. Ayudarán a ello una buena catequesis, iluminada por la teología bíblica de la Alianza, una escucha atenta y una acogida fiel del Magisterio de la Iglesia, que no cesa de iluminar las conciencias, y una praxis cada vez más cuidada del sacramento de la Penitencia».
La penitencia hoy ni siquiera se entiende. En una alocución notable, Pablo VI, comentando la ley renovada de la penitencia, decía: «No podremos menos de confesar que esa ley [de la penitencia] no nos encuentra bien dispuestos ni simpatizantes, ya sea porque la penitencia es por naturaleza molesta, pues constituye un castigo, algo que nos hace inclinar la cabeza, nuestro ánimo, y aflige nuestras fuerzas, ya sea porque en general falta la persuasión [de su necesidad]. ¿Por qué razón hemos de entristecer nuestra vida cuando ya está llena de desventuras y dificultades? ¿Por qué, pues, hemos de imponernos algún sufrimiento voluntario añadiéndolo a los muchos ya existentes?… Acaso inconscientemente vive uno tan inmerso en un naturalismo, en una simpatía con la vida material, que hacer penitencia resulta incomprensible, además de molesto» (28-II-1968). El diagnóstico es muy grave, porque sin la penitencia queda distorsionada gravemente toda la espiritualidad cristiana, hasta quedar irreconocible. Es indudable que ésta es la enfermedad más grave del cristianismo actual. Es una enfermedad epidémica de la humanidad actual de los países más ricos.
López Ibor, analizando El dolor en el mundo moderno, dentro de su obra El descubrimiento de la intimidad, afirma que «la apetencia del hombre moderno es la de ser dichoso, buscando la dicha en la evitación del dolor y no en la profundización de su existencia» (Madrid, Aguilar 1958, 260). Y en la misma línea, F. J. J. Buytendijk observa que «el hombre moderno se irrita contra muchas cosas que antes admitía serenamente. Se indigna contra la vejez, contra la enfermedad larga, contra la muerte, pero desde luego contra el dolor. El dolor no debe existir… Se ha originado una algofobia que en su desmesura se ha convertido incluso en una plaga y tiene por consecuencia una pusilanimidad que acaba por imprimir su sello a toda la vida» (El dolor, Rev. de Occidente, Madrid 1958, 20).
No oración, no ayuno, no limosna
Por lo que se refiere a nuestra sagrada tríada, bien sabemos hasta qué punto la sociedad actual dificulta el ayuno, estimulando sin cesar al hombre con medios eficacísimos a un consumo de criaturas cada vez más avido y cuantioso; cómo dificulta la oración, alejando de Dios el mundo secular, captando la atención del hombre de mil maneras sobre innumerables cuestiones nimias, distrayéndole de Dios, y haciéndole gastarse en un activismo vacío; y cómo dificulta la limosna, al haber cegado sus fuentes propias, que son la oración y el ayuno.
Pues bien, ésta es la palabra de Jesús: «entrad por la puerta angosta, porque ancha es la puerta y amplio el camino que llevan a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué angosta es la puerta y que estrecho el camino que llevan a la vida! Y qué pocos dan con ellos» (Mt 7,13-14). «Si alguno tiene oídos, que oiga» (Mc 4,23).
No ha cambiado el Señor su doctrina. La liberación de los cristianos quiere hacerla hoy Jesucristo, como siempre, por el camino de la penitencia, en oración, ayuno y caridad con el prójimo. No hay otro camino para salir de Egipto, atravesar el Desierto, y llegar a la Tierra Prometida. No hay otra salida para los cristianos empantanados en el mundo. No ha cambiado Jesús de idea: «Si no hiciéreis penitencia, todos igualmente moriréis» (Lc 13,3.5).
* * *
–Entre el don y el perdón de Dios
Dios siempre dona o perdona a los hombres que quieren vivir en su amistad. Si obramos el bien, recibimos el don de la gracia divina. Y si obramos el mal, si pecamos, rechazamos el don de Dios. Pero entonces, si con la gracia divina nos arrepentimos, Dios nos concede su per-dón, es decir, nos per-dona, nos da de nuevo su don en modo intensivo, reiterado, sobreabundante. Por eso siempre vivimos del don o del perdón de Dios. Don, don, perdón, don, perdón, don... Que el canto de las campanas no lo recuerde.
«Donde abundó el pecado [un abismo], sobreabundó la gracia» [otro abismo] (Rm 5,20). San Agustín contempla con frecuencia estos dos abismos: «En la tierra abunda la miseria del hombre y sobreabunda la misericordia de Dios. Llena está la tierra de la miseria humana, y llena está la tierra de la misericordia de Dios» (ML 36,287).
Bueno es recordar todas estas maravillas de Cristo Salvador en la Cuaresma y en el Año Jubilar de la Misericordia.
José María Iraburu, sacerdote
Publicar un comentario