Homilía en la acción litúrgica de la Pasión del Señor 2016
El relato de la pasión según san Juan, el descubrimiento de la Cruz y la adoración, el silencio orante y las lamentaciones señalan desde antiguo la liturgia del viernes santo.
El misterio de la muerte de Cristo nos tiene que hacer vivir con más convicción y fuerza la gracia recibida en el Bautismo, por él somos hijos de Dios, por él participamos del misterio pascual de Cristo.
Aquel contacto con el agua bautismal nos ha unido vitalmente a Cristo que en y con su muerte ha destruido la muerte, nuestra muerte, ha vencido al antiguo adversario, nos ha rescatado de la culpa original.
¡Oh feliz culpa, que nos ha merecido tan gran redentor! Diremos en la gran vigilia Pascual.
La cruz es el trono real de Cristo Jesús, un trono incómodo, difícil de aceptar que Jesús nos inivita a compartir: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Lc 9, 23).
«Si el grano de trigo caído en tierra no muere, permanece solo; si muere, produce mucho fruto» (Jn 12, 24). Contemplar la cruz, adorar la cruz es ponerse en el camino del Evangelio, sobre la vía estrecha y en subida del bien, es perseguir el ideal de la santidad aceptando sin medios términos la radicalidad evangélica.
Es exigente la cruz. El Evangelio traduce esta exigencia de la cruz llevándonos a pensar, a proyectar, a querer no según el hombre, sino según Dios.
Uno excluye la cruz de su vida cuando a toda costa quiere vivir en la comodidad, cuando se excluye todo sacrificio de la vida, cuando se rechaza unir la propia voluntad a la de Dios, cuando se elige el mal y no el bien, la tiniebla y no la luz, el engaño y no la verdad, el odio y no el perdón por el mal recibido, el ser servido y no servir.
Abracemos la cruz santa y bendita con fe, no queriendo excluirla de nuestra vida, ni tirarla sobre los otros, sino compartirla, si es el caso con el prójimo.
Pidámosle al Señor ojos para ver la cruz presente en el mundo, para descubrir tanto dolor inocente, tantas heridas del corazón que sangran.
Son las heridas de los niños, de las mujeres, de los hombres pobres, de tantas pobrezas, no atendidos, usados, tal vez esclavos de la sexualidad, de la droga, de las personas en graves dificultades y sufrimientos, de los ancianos, los solos, los deprimidos, los pueblos victimas de las guerras (recordamos hoy a los hermanos de Tierra Santa, la colecta es para ellos) y de tantos sufrimientos desconocidos que podríamos enumerar.
La Iglesia es llamada a anunciar a Cristo y Cristo crucificado, a testimoniar a Cristo en la medida que participamos de sus sufrimientos. Sólo la Iglesia que lleva alto el estandarte de la cruz es la Iglesia que continúa la obra de la redención salvífica de Jesús. Debemos llevar la cruz, no porque nos guste sufrir, sino que lo que no se asume no se redime. Sólo pasando por el viernes santo llegaremos al domingo de la resurrección.
Redescubramos el valor salvífico del sufrimiento, no desfallezcamos ante el dolor, en las dificultades de la vida, Cristo desde lo alto de la cruz nos grita: “Ánimo, yo he vencido al mundo” (Jn. 16, 33) La fe que vence al mundo es la fe en Cristo crucificado y resucitado.
No nos es lícito excluir la cruz, edulcorarla, pasarla por alto. La cruz es salvación, la cruz es rescate, la cruz es vida.
Jesús, nuestro sumo y único Bien, crucificado por amor a todos, Hijo dilecto del Padre que sufres la humillación de la cruz, Fruto concebido del Espíritu Santo en el seno purísimo de la Virgen María. Tú que abrazas la cruz abandonándote plenamente al querer del Padre, nosotros hijos de esta Iglesia de Avellaneda-Lanús, queremos hoy solemnemente hacer nuestra elección, queremos estar contigo, recomenzar, contemplándote: amor crucificado, buscando tu rostro de misericordia y de perdón. Deseamos quererte más, hacer nuestro tu Evangelio, vivir la pasión por el hombre de nuestro tiempo al que intentamos llevar la riqueza de tu amor compasivo, de tu servicio salvífico, de tu esperanza de vida nueva en el Espíritu.
La adoración a la Cruz, el beso que le demos, es signo de nuestra fe, el sello de nuestro amor, la certeza de nuestro empeño de vida al servicio de Dios y de la Iglesia.
Digámosle en junto a la Virgen, su Madre, nuestra Madre, en este viernes santo que coincide con el día litúrgico de la anunciación del Señor: Oh Jesús mío, te adoramos y te bendecimos porque, gracias a que te encarnaste, por tu santa cruz redimiste el mundo.
Publicar un comentario