EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA
(Hechos 5:12-16; Apocalipsis 1:9-11.12-13.17-19; Juan 20:19-31)
El monaguillo se sentía muy mal. Se le había caído el platillo del lavado de las manos rompiendo en mil pedazos. Después de la misa se le acercó al sacerdote para pedir disculpas. Pensaba que iba a recibir un regaño fuerte. Pero el varón de Dios estaba clemente. Notando la timidez del niño, le dijo: “No vale preocuparte sobre quince centavos de vidrio”. Las palabras tranquilizaron al chiquillo no por un momento sino por toda su vida. Es cómo los apóstoles sienten cuando ven a Jesús en el pasaje evangélico de la misa hoy.
Están en casa agrupados en el temor. Piensan que las autoridades judíos vendrán para arrestarlos por haber contribuido al reporte que Jesús ha resucitado. Entonces viene Jesús mismo con un saludo de la paz. Sopla sobre ellos para trasmitirles al Espíritu Santo. Ya ellos pueden conferir la misma paz a los demás por perdonarles pecados. No más la gente tendrá que ser cohibida por sus errores. Pueden pararse de nuevo para hacer lo correcto delante de todos.
Sin embargo, no podemos estar tan rectos como antes después de pecar. Somos distorsionados por nuestros pecados. Nuestras mentiras nos dejan más acostumbrados a engañar. Nuestras miradas a la pornografía nos hacen más deseosos del sexo ilegítimo. Nos hemos hecho menos como los bienaventurados de Jesús: pobres del espíritu, humildes, limpios de corazón. Deberíamos estar preguntándonos: “¿Cómo podremos entrar en la casa de Dios tan inclinados a pecar como somos?”
Hay un término eclesiástico para describir nuestro lío: las penas temporales del carácter temporal. Tradicionalmente se ha pensado que una vez muertos tendríamos purificarnos de estas penas temporales en el Purgatorio. Aunque hayamos sido perdonados de los pecados, todavía tendríamos que ser disciplinados para vivir completamente por Dios. Sin embargo, hay otro medio para superar nuestras tendencias al mal debidas al pecado. Tirando de los méritos de Cristo y los santos, la Iglesia nos ha concedido indulgenciaspara quitar la ordalía del Purgatorio. Podemos ver la base de este poder en el mismo dicho de Cristo: “’A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados’”.
Desde al menos el tiempo de Martín Lutero muchos han criticado las indulgencias. Preguntan: “¿Cómo puede ser que una persona sea aliviada de todo el equipaje debido al pecado por un acto tan sencillo como visitar un santuario durante el año jubilar?” Vale la pena considerar esta crítica porque en la vida cristiana no hay lo que se ha nombrado “gracia barata”.
La gracia precisamente porque es gracia nos viene gratis. No se puede comprarla ni siquiera merecerla. Pero no es barata. Costó a Jesús su muerte horrífica y nos cuesta a nosotros tomar nuestra cruz detrás de él. Para disponernos a recibir la gracia tenemos que arrepentirnos del pecado. El arrepentimiento implica nuestro rechazo de los vicios: el egoísmo, la concupiscencia, y la avaricia. Tenemos que humillarnos como Tomás delante de Jesús resucitado. “Tú eres el ‘Señor mío y Dios mío’ – querremos decir a Jesús – no el placer, la plata, y el prestigio”. Sin el arrepentimiento la indulgencia será más grande que nuestra capacidad a llevar. Sería como tener una ballena en el gancho de nuestro palo de pescar.
En este Año de la Misericordia deberíamos aprovecharnos de la indulgencia ofrecida por el papa Francisco. Significará una pequeña vuelta de nuestra rutina y una gran vuelta de nuestro estilo de vida. Tendremos que buscar el santuario designado por nuestro obispo: un poquito sacrificio. Y tendremos que fijarnos en Cristo: un enorme compromiso. Sin embargo, valdrá la pena. Seremos como nuevos hombres y nuevas mujeres. Valdrá la pena.
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