La figura de S. José, que hoy contemplamos, se agiganta cuando vemos que Jesús, siendo el hijo de Dios a quien el cielo y la tierra están sujetos, quiso estar bajo la autoridad de José. La sublimidad de esta obediencia honra a S. José más que todos los elogios que la piedad cristiana pueda dedicarle.
Dios puso en manos de S. José lo que más quería: su Hijo y su Madre. “Si es verdad que la Iglesia entera es deudora a la Virgen Madre por cuyo medio recibió a Cristo, después de María es S. José a quien debe un agradecimiento y una veneración singular. José viene a ser el broche del AT, broche en el que fructifica la promesa hecha a los patriarcas y los profetas. Sólo él poseyó de una manera corporal lo que para ellos había sido mera promesa” (S. Bernardino de Siena).
De ahí que la Iglesia rece así: “¡Oh, feliz varón, bienaventurado José, a quien le fue concedido no sólo ver y oír al Dios a quien muchos reyes quisieron ver y no vieron, oír y no oyeron, sino también abrazarlo, besarlo, vestirlo y custodiarlo! Ruega por nosotros, bienaventurado José”.
Uno de los rasgos más llamativos de S. José es, sin duda, el silencioso discurrir de su existencia terrena Es realmente impresionante y ejemplar, la vida sencilla, modesta y laboriosa de un hombre que ha recibido de Dios luces tan extraordinarias, testigo de excepción junto con María de la Encarnación del Hijo de Dios -y en cierto modo protagonista-, y no siente la necesidad de encaminar sus pasos por un sendero llamativo que atraiga la atención de sus contemporáneos. “Para él los trabajos, las responsabilidades, los riesgos, los afanes de la singular y pequeña familia sagrada. Para él el servicio, el trabajo, el sacrificio en la penumbra del cuadro evangélico en el cual nos complace contemplarlo y, ahora que nosotros lo sabemos todo, llamarlo dichoso, bienaventurado” (Pablo VI).
“Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: éste es José. Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret” (S. Josemaría Escrivá).
El recurso a S. José debería ser tan confiado y frecuente como lo ha sido y lo es en las almas que le profesan una gran devoción. ¡Id a José! Los Sumos Pontífices han aconsejado a los padres de familia, a los trabajadores, a los emigrantes, a los exiliados, a los adoradores de Dios en el silencio de los templos y de los monasterios y conventos, a los afligidos, a los agonizantes, a los que confiesan su fe y luchan por los derechos de Dios, a todo el pueblo católico, que acudan confiados a S. José. “No me acuerdo de haberle pedido cosa que la haya dejado de hacer, decía Sta. Teresa. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha hecho Dios por medio de este santo; los peligros de que me ha librado, así de cuerpo como de alma. Que a otros santos parece les dio el Señor gracia para socorrer una necesidad, mas este glorioso santo tengo experimentado que socorre en todas y que quiere darnos a entender que, así como le fue sujeto en la tierra, así en el cielo hará cuanto le pida”.
Es seguro, que quien recibió de Dios la misión de custodiar la frágil y amenazada infancia de Jesús, continuará protegiendo el también frágil y amenazado Cuerpo Místico de Cristo y cada uno de los miembros del mismo que somos cada uno de nosotros.
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