Homilía para el domingo de Ramos en la Pasión del Señor.
El relato de la Pasión que hemos leído es el del evangelista san Lucas. Cada uno de los Evangelistas manifiesta la propia sensibilidad espiritual refiriéndonos esos acontecimientos. La característica del Evangelio de Lucas, que pongo de relieve este año, es la paz, el corpontamiento de oración y de perdón que Jesús tiene en sus últimas horas de vida terrena. Aquí tenemos el ejemplo supremo del camino humilde y pacífico que Jesús muetra indicando la dirección a la nueva vida, así como Pablo la describe en su carta a los Filipenses, que hemos tenido como segunda lectura: “se anonadó a sí mismo” (literalmente se vació), “asumiendo la condición de siervo… se abajó a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.”
La paz profunda de Jesús aparece antes que nada en la descripción de la última Cena y de la atmósfera muy íntima de esta comida: “He deseado ardientemente comer esta Pascua con ustedes…” La misma paz está presente en el modo con el que expresa el hecho de conocer que uno de ellos lo traicionará: “La mano del que me traiciona está aquí junto a mí en la mesa…” Y cuando entre los discípulos surge una discusión para saber quien de ellos es el más grande, los reprende, pero con mucha calma y afecto.
La paz de Jesús no significa sin embargo que él ignore la agonía. Al contrario, la agonía que él vive es muy dura, sea en el plano espiritual como físico. Pero también en esto su paz es evidente: “Que se haga tu voluntad, Padre”.
Su diálogo con Pilato y con alguno de sus acusadores tienen también la impronta de la paz, una paz digna y solemne. En el Sanedrín cuando le preguntan si es el Hijo de Dios, responde: “Ustedes lo dicen”. A Pilato que le pregunta: “¿Tu eres el rey de los Judíos?” responde del mismo modo: “tú lo dices”. A las mujeres de Jerusalén dice: “¡No lloren por mi!, lloren más bien por ustedes y sus hijos”. Y al ladrón que tiene al lado en la cruz, le promete: “Hoy estarás conimigo en el Paraiso”. Pero sobre todas las otras, están sus últimas Palabras, llenas de serenidad, a pesar de su profundo dolor: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Esta paz brota de la verdad. Primero de la verdad que reconoce que la salvación está en asumir la relidad. “Lo que no se asume no se redime” (S. Ireneo) si Cristo no se hubiese encarnado la salvación sería de afuera, Cristo en la verdad de nuestra carne nos salva. La solución de nuestra vida no es negar lo doloroso y negativo sino asumirlo, en el sufrimiento y en la frustración, en el fondo del sinsentido está Jesús, que recorrió antes el camino, del vaciarse, del sentirse solo, aplastado, hasta exclamar: “Dios mío, Dios mío porque me has abandonado”. Y la verdad en la relación con los otros, decía el Papa Francisco, a los embajadores, unos días después de ser elegido Papa, comentando la elección de su nombre: “Esforzaos en construir la paz. Pero no hay verdadera paz sin verdad. No puede haber verdadera paz si cada uno es la medida de sí mismo, si cada uno puede reclamar siempre y sólo su propio derecho, sin preocuparse al mismo tiempo del bien de los demás, de todos, a partir ya de la naturaleza, que acomuna a todo ser humano en esta tierra.”
Paz y verdad, la paz y la verdad de la Cruz, decía el papa emérito Benedicto XVI, el 9 de abril del 2006: “La cruz habla de sacrificio -se decía-; la cruz es signo de negación de la vida. En cambio, nosotros queremos la vida entera, sin restricciones y sin renuncias. Queremos vivir, sólo vivir. No nos dejamos limitar por mandamientos y prohibiciones; queremos riqueza y plenitud; así se decía y se sigue diciendo todavía. Todo esto parece convincente y atractivo; es el lenguaje de la serpiente, que nos dice: “¡No tengáis miedo! ¡Comed tranquilamente de todos los árboles del jardín!”. Sin embargo, el domingo de Ramos nos dice que el auténtico gran “sí” es precisamente la cruz; que precisamente la cruz es el verdadero árbol de la vida. No hallamos la vida apropiándonos de ella, sino donándola. El amor es entregarse a sí mismo, y por eso es el camino de la verdadera vida, simbolizada por la cruz”.
Cantas cosas, pequeñas o grandes, que en nuestra vida personal de cada día, y también en nuestra vida comunitaria, o a nivel nacional o mundial, amenazan con hacernos perder la paz y la tranquilidad: enfermedades, incomprensiones, dificultades materiales, injusticias, de las que podemos ser víctimas o testigos, y por sobre todo la continua lucha entre el bien y el mal que se libra en el interior de cada uno de nosotros. Pidamos al Señor de imprimir su paz en nuestros corazones y en nuestras vidas, mientras nosotros queramos acompañarlo, a pesar de nuestras luchas y miedos, por toda esta semana, en su camino doloroso y sereno hacia la muerte y resurrección.
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