Homilía para la Misa “in coena Domini” 2016
Todos nosotros estamos, de alguna manera, conscientes de la gravedad, de la densidad, diría el beato papa Pablo VI, de la importancia del rito religioso de hoy, conmemorando, más bien renovando el Jueves Santo, esto es la Vigilia de la Pasión y de la muerte de Jesucristo, que celebramos. Es cierto que siempre el significado de este rito, que es la Misa, la santa Misa cada día celebrada en la Iglesia de Dios, pesa y brilla en los ánimos de quien tiene la inestimable felicidad de hacer el religioso ofrecimiento, o de asistir con espiritual participación. Es posible que en la costumbre de este acto religioso, sumo por excelencia, se reduzca la conmoción de los sentimientos que le son propios, por un cierto “acostumbrarse”, por una cierta rutina. Pero, el hecho que hoy, con un acto reflejo y total, la liturgia nos invite a fijar nuestra piedad sobre el momento histórico, vuelto renovable y perenne, de la institución de la santísima Eucaristía nos obliga a intentar una consideración comprensiva del misterio, porque es de verdad un misterio, que estamos cumpliendo; y esperando ser breve, especialmente hablando a Fieles competentes, me permito condesar en tres reflexiones tomadas, del beato Pablo VI, cuanto sobre este misterio tenemos que recordar.
La primera reflexión, que se podría calificar como una convergencia, mira al hecho que la escena evangélica puesta delante de nuestra atención es una cena, la última cena de Jesús con sus Discípulos, una cena ritual, la cena del cordero pascual, hebraica, anticipada pero idéntica a aquella que el día después, viernes, la clase saducea y sacerdotal celebrará. ¿Quién desconoce la importancia histórica y ritual de la costumbre del pueblo hebreo al comer esta cena, en la que el cordero era símbolo de la liberación de la sujeción a Egipto? Jesús ya había sido aclamado por Juan Bautista: “el cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”. Y bien, Jesús, víctima, él solo libra del verdad del pecado, se pone en el lugar de la figura que lo había representado durante el AT e inaugura el NT; y establece así una relación religiosa más perfecta, inmensamente más íntima y operante con cuantos tendrán la fortuna de creer en Él y ser asociados a su misma vida. La era nueva, la nuestra, aquella de la Resurrección, es así abierta al género humano seguidor de Cristo.
La segunda reflexión mira el punto focal de la Cena de adiós. Aquí domina el amor. Se diría que desborda de la palabra del Señor, desborda de la acción: “… después de haber amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Tenemos presente ciertamente, el gesto de suma humildad cumplido por el Señor con el lavatorio de los pies a sus apóstoles, en vano resistido por Pedro, y sobre todo la Institución de la Eucaristía, mediante la cual, se diría, violando con amoroso imperio omnipotente las inexorables leyes físicas, Jesús se hace presente bajo la apariencia del pan y del vino para hacerse alimento sacrificial y vita de sus comensales. ¡Imposible! ¡Imposible! Alguno estaría por gritar, si no hubiera sido el mismo Jesús que afirmó con invencible verdad: “Yo soy el pan de la vida… Quién como este pan vivirá para siempre…”. Este lenguaje es duro, comentan los todavía incrédulos discípulos. Y Jesús arremete: ”¿ Esto los escandaliza? Las palabras que Yo les digo son espíritu y vida”, mientras en la cena misma Él hacía universal y perenne la posibilidad de prodigio eucarístico con la institución simultánea de otro sacramento, aquél del Orden sacerdotal, transfundiendo en sus discípulos sorprendidos su divina potestad: “hagan esto en memoria mía”.
Pero se impone una tercera reflexión: durante la Cena hablando todavía las figuras: el pan se vuelvo Cuerpo, pero conserva las apariencias de pan; el vino se vuelve Sangre pero al verlo aparece todavía como vino: aquí la muerte de Cristo es incruenta, es todavía representada. La cruz está escondida, pero el ofrecimiento que será consumado sobre la Cruz está ya en acto: ¡la Eucaristía es sacrificio!
Así que el Sacrificio del altar y el de la Cruz son la misma misteriosa realidad: en el uno y en el otro refleja realmente el drama de la Cruz, dice san Agustín.
Aquí nuestras fuerzas especulativas parecen detenerse. La cabeza se inclina, y adora, y la mente vacila delante de Realidad tan superior a nuestra capacidad de medirla y contenerla. Vienen a los labios las palabras del pobre padre del epiléptico en el Evangelio del Señor: “Creo, sí, pero tu ayúdame en mi incredulidad”. Pero el corazón prosigue, come el nuestro aquí, esta noche, y exclama como san Pedro después del discurso de Cristo sobre la Eucaristía-sacrificio: “¿Señor, a quién iremos? Tu tienes palabras de vida eterna”
Y digamos algo más que propiamente nos es cuarto, porque está incluido en el tema del amor. Hoy celebramos junto a la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio el Mandamiento del Amor, decía el Papa emérito, Benedicto XVI, a los seminaristas de Roma, 12.II.2010: “Sigue luego este mandamiento nuevo: “Amaos como yo os he amado”. Ningún amor es más grande que “dar la vida por los amigos”. ¿Qué significa? Tampoco aquí se trata de un moralismo. Se podría decir: “No es un mandamiento nuevo; el mandamiento de amar al prójimo como a sí mismo ya existe en el Antiguo Testamento”. Algunos afirman: “Es preciso radicalizar todavía más este amor; este amor al otro debe imitar a Cristo, que se ha entregado por nosotros; debe ser un amor heroico, hasta el don de sí mismos”. Pero en este caso el cristianismo sería un moralismo heroico. Es verdad que debemos alcanzar esta radicalidad del amor, que Cristo nos ha mostrado y donado, pero también aquí la verdadera novedad no es lo que hacemos nosotros, la verdadera novedad es lo que hace él: el Señor nos ha donado su persona, y el Señor nos ha dado la verdadera novedad de ser miembros suyos en su cuerpo, de ser sarmientos de la vid que es él. Por lo tanto, la novedad es el don, el gran don, y al don, a la novedad del don, sigue también, como he dicho, el actuar nuevo.”
Este actuar nuevo es el de la novedad del amor y la donación del Padre y del Hijo, en el Espíritu, es la misericordia. En esta semana santa del año Jubilar de la Misericordia, pidamos de verdad, como tanto insiste nuestro Papa Francisco, revestirnos de la misericordia del Señor, para de verdad dejarnos lavar los pies y aprender a lavar los pies de corazón a nuestros hermanos. María Madre de los Sacerdotes y de la Eucaristía ruega por nosotros.
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