Homilía para la Solemnidad de San José, esposo de María Santísima
Dar la vida por la obra de otro: así desde lo humano podemos contemplar a San José. Dando su vida por “la obra” de Dios y renunciando a un proyecto propio, personal.
Todo comenzó inesperadamente cuando “desposado” con María (término usado en hebreo para explicar compromiso ya definitivo de matrimonio, pero no convivencia marital), descubrió que Ella estaba embarazada y decidió abandonarla en secreto para no difamarla. Entonces intervino Dios, en sueños, por medio de un ángel, explicándole que María había concebido del Espíritu Santo. El fruto que había en ella no era suyo: se le encomendaba cuidarlo, protegerlo, alimentarlo, defenderlo, cuidarlo en su crecimiento, ponerle un nombre: Jesús.
Ese fue el momento en el que descubrió el plan de Dios: él era no sólo el esposo de María, también era el padre adoptivo de su fruto: Jesús. Desde esta revelación el Evangelio hablará siempre de él como “José, su padre” También la Virgen lo definirá así cuando la pérdida y el hallazgo del Niño en el Templo: “Tu Padre y yo te buscábamos angustiados.”
Toda su misión, lo mismo que María, la vivirán en la sencillez de la vida ordinaria. Dios podría haber prescindido de ellos para dar su Hijo al mundo. Nunca le han faltado medios ni está condicionado por nadie. Pero eligió el camino de la Virgen María desposada con José. Si Cristo hubiera venido al mundo ya adulto, con poder y majestad, se hubiera impuesto desde afuera. No habría sido uno de nosotros. Habría sido el rey de la humanidad, llevando adelante su Reino de un modo glorioso, triunfante. Pero no hubiera sido nuestro hermano.
A Dios le gusta hacerse buscar, le gusta ser encontrado y provocar amor, nunca imponerlo. Las intervenciones de Dios son siempre discretas: “No temas María…” El nacimiento también será discreto: de noche, apartado de la multitudes y de las comodidades. Los ángeles dan la buena noticia, pero a pastores. Una estrella anuncia su nacimiento a los Magos, pero la pierden, se desorientan, deben buscarla humildemente.
La discreción es la primera señal del Espíritu de Dios. La figura de José cumple acabadamente este requisito: un padre de familia como todos, un trabajador como los demás trabajadores. No tuvo la misión de presentar a Cristo al mundo. Tuvo la misión de ponerle un velo a su divinidad, en la sencillez de lo cotidiano. No tuvo nada que decir al mundo (no se conserva ni una sola palabra suya dirigida a alguien). Tuvo la responsabilidad de actuar. Hizo más por sus actos que lo que podría haber hecho por sus palabras.
El espíritu Santo que formó en María un corazón de Madre, le dio a él el corazón de padre.
Aceptando que Cristo naciera en su hogar comprometió su tranquilidad propia (perseguido, inmigrante), y su futuro. Día tras día en medio de la monotonía del deber cotidiano aceptó todas las renuncias que se derivaban de su situación atípica. Su mérito consiste en haber puesto su confianza en el Señor en una vida que –humanamente- no tenía horizonte ni interés.
Su sacrificio diario lo vivió en un ambiente y en unas circunstancias nada extraordinarias. ¡En esto es perfectamente imitable! La existencia más dura, la más sacrificada, no es de por sí la más santa. La más santa es la que hace la voluntad de Dios.
Imitar, no es copiar. Dios nos ha hecho distintos aunque tengamos responsabilidades o misiones iguales. Nosotros hacemos las mismas cosas, de manera distinta, por el amor que ponemos en ellas, por la interioridad.
José padre, José obrero vivió la misma vida de los padres y los obreros judíos de aquel tiempo. Pero a esa vida le puso otro amor, otra calidad, otra interioridad. Todo era lo mismo pero distinto, dedicado a su esposa y a su Hijo, inmerso en relaciones sociales: con clientes buenos o difíciles, con los impacientes que querían que se los atendiera antes que a los otros, con los cumplidores en la paga y con los que se resistían a pagar a quienes había que volver una y otra vez, con los complacientes y con los que nunca están conformes, con mucho trabajo, con trabajo escaso… Con esos problemas que conocen los que viviendo de su trabajo, dependen de los demás, con todos igual a todos, vivió distinto. Todo era lo mismo que lo de los demás hombres, pero todo era distinto por su amor, por su interioridad, dijimos, por su querer hacer lo que Dios quería. Imitarlo será hacer que también nuestra vida, igual a la de todos, sea distinta por su amor, por su interioridad, por el cumplimiento de la voluntad de Dios.
A él que con su trabajo le dio a Cristo el pan, que con su trabajo le dio la sangre de su existencia, pidámosle apreciar, desear y amar cada vez con más amor, el cuerpo y la sangre de Cristo, en la Eucaristía. Sacramento de la Caridad, de la entrega, del amor hasta el olvido de sí. Esa Eucaristía por la que debemos trabajar más que por cualquier otro pan, porque como dice Jesús “es el pan que permanece hasta la vida eterna” (Jn 6, 27)
Pedimos en este día por toda la Iglesia, san José es el Patrono de la Iglesia y además hoy recordamos el inicio en el ministerio de Pedro, de nuestro Papa Francisco, lo confiamos a su cuidado y pedimos para nosotros, para toda la Iglesia, el don de la fe, la serenidad de la entrega, el silencio de la escucha y la perseverancia en el amor.
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