–Ya se termina la Cuaresma… y yo estoy como estaba al principio…
–Hagamos un último empeño de oración y ascesis, que Dios en un segundo puede darnos lo que no hemos procurado-conseguido nosotros, miserables, en cuarenta días de Cuaresma.
En Cuaresma debemos procurar nuestra propia conversión, pero también la de nuestros prójimos, que tantas veces ni saben que están en Cuaresma, aunque sean cristianos, y menos aún si son paganos o cristianos paganizados. Hemos de vivir la Cuaresma por nosotros y por los demás: por los malos y por los buenos, pues todos están, estamos, necesitados de conversión.
Por eso suplicamos al Señor:
«Acuérdate de mí, por amor a tu pueblo» (Sal 105,4). En la Misa del jueves IV de Cuaresma esta breve oración era la antífona que repetíamos en el salmo interleccional. Y es una súplica muy importante: pide al Señor que nos convierta no sólo por el amor que nos tiene, sino también por el amor que tiene a nuestros hermanos. En la medida en que nosotros nos convirtamos, en esa medida podremos ayudarles a convertirse. Señor, «conviérteme y yo me convertiré, porque tu eres Yavé, mi Dios» (Jer 31,18). Santifícame más, Señor, para que pueda yo colaborar más contigo en la santificación de mis hermanos. Todos los fieles cristianos han de hacer suya esta oración e intención; pero muy especialmente los sacerdotes.
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La santidad de los sacerdotes es especialmente necesaria para la santificación de los hombres. Así lo enseñaba el Concilio Vaticano II siguiendo la tradición de la Iglesia: «Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote como ministros de la Cabeza para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal.
«Cierto que ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles de Cristo, recibieron el signo y don de tan gran vocación y gracia, a fin de que, aun dentro de la flaqueza humana, puedan y deban aspirar a la perfección: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Ahora bien, los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios (novo modo consecrati), se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano […]
«La santidad misma de los presbíteros contribuye en gran manera al ejercicio fructuoso del propio ministerio; pues, si es cierto que la gracia de Dios puede llevar a cabo la obra de la salvación aun por medio de ministros indignos, de ley ordinaria, sin embargo, Dios prefiere mostrar sus maravillas por obra de quienes, más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gal 2,20)» (Presbyterorum ordinis 12).
Y lo mismo ha de decirse de los fieles laicos o religiosos: cuanto más santos sean, más fuerza apostólica de santificación tendrán para ayudar a los hombres. Por eso todos –laicos, religiosos, sacerdotes– pedimos a Dios, «fuente de toda santidad»: acuérdate de nosotros, Señor, por amor a tu pueblo. Si una Iglesia local se manifiesta estéril para suscitar conversiones es porque en ella hay falta de santidad y hay sobra de pecado y de mundanización, que en mayor o menor medida ponen bajo el influjo del diablo. No atribuyamos la falta de fuerza apostólica para convertir a los hombres, para volverlos a Cristo por la fe y el amor, a escasez de medios, a organización defectuosa de la pastoral, a la secularización del tiempo en que vivimos –como si la secularización fuese una especie de fuerza anónima irresistible; algo así, como una glaciación telúrica imparable–. Pero no, la causa está en la falta de santidad: en que la sal ha perdido su sabor y fuerza; a que la luz se ha debilitado o está tapada (Mt 5,13-15).
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–Los malos necesitan santos para convertirse
Por supuesto, que Dios puede convertir a un pecador sin mediación alguna, sin el ejemplo o el apostolado de un cristiano o de una determinada comunidad cristiana, o también por mediaciones deficientes e indignas, obrando in-mediatamente en el corazón de la persona. Eso sí, siempre el Señor salva con la colaboración de la Iglesia, «sacramento universal de salvación» (GS 53; AG 1), «instrumento de la redención universal» (GS 9), aunque ésta colaboración, en forma distante, sea únicamente a veces en el orden espiritual de la intercesión. Pero en todo caso, por contacto o a distancia –de los dos modos vemos cómo Jesús obraba sus milagros de sanación–, «en esta obra gran grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC 7). Y por supuesto, cuanto más santa sea una Iglesia local, cuanto más unida esté al Salvador, más eficaz será su acción apostólica, más fecunda será la Iglesia madre en hijos de Dios. Si una Iglesia local apenas tiene fuerza para obrar con Cristo conversiones, eso significa que está alejada del Salvador, descristianizada, necesitada ella misma urgentemente de conversión.
Pues bien, los pecadores, incrédulos, y más si son positivamente enemigos de Cristo y de la Iglesia, para convertirse a Cristo necesitan normalmente del testimonio de palabra y de vida de los santos, sean éstos personas individuales, grupos cristianos o la misma Iglesia local. Por eso en Cuaresma, todos hemos de pedir al Señor que nos haga crecer más y más en santidad, que nos convierta, que nos configure más a Jesucristo, pero no solamente por nuestro bien, sino porque si permanecemos en nuestra mediocridad indecente, difícilmente se dará la conversión de los pecadores. Oremos, pues, con el salmo:
Acuérdate de mí por amor a tu pueblo.
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–Los buenos necesitan santos para ser mejores, para ser santos
Milagro es la conversión de los malos: milagro del poder de Cristo Salvador, que por la fuerza de su gracia les hace pasar de la muerte a la vida, les abre los ojos a la fe y les da un corazón nuevo para amar a Dios y al prójimo. Pero quizá milagro aún mayor es la conversión de los buenos, la que necesitan para ser plenamente santos, para alcanzar la condición adulta en su configuración a Jesucristo: «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20). De hecho, conocemosbastantes casos de malos que pasan a ser buenos, pero muy pocos de buenos que lleguen a ser santos, santos canonizados o canonizables. Y es que la mayoría de los buenos se conforma con su grado de vida cristiana más o menos decente (?), y se sienten autorizados a plantar su tienda en la ladera del monte, renunciando a llegar a la cima en su espiritual ascensión.
Pues bien, en las biografías de los santos casi siempre vemos que Dios se sirvió de algún santo para guiarles y estimularles con su palabra, o a veces solamente con su ejemplo, hasta la cima del monte santo. Y es que, como dice San Juan de la Cruz, Dios «es muy amigo de que el gobierno y trato del hombre sea también por otro hombre semejante a él» (2Subida 22,9): un párroco, una padre de familia, una santa religiosa, una abuelita, etc.
Por eso San Juan de la Cruz se lamenta: muchos cristianos buenos «no pasan adelante por no entenderse y faltarles guías idóneas y despiertas, que las guíen hasta la cumbre. Y así es lástima ver muchas almas a quienes Dios da talento y favor para pasar adelante… y quédanse en un bajo modo de trato con Dios, por no querer, o no saber, o no las encaminar y enseñar a desasirse» totalmente de lazos malos y llegar a la plena docilidad al Espíritu Santo (Prólogo Subida 3).
El mismo lamento hallamos en otros muchos santos, concretamente en Santa Teresa, y ella habla en clave autobiográfica: durante diecisiete años «gran daño hicieron a mi alma los confesores medio letrados… Lo que era pecado venial decíanme que no era ninguno; lo que era gravísimo moral, que era venial» (Vida 5,3). «Si hubiera [un santo] quien me sacara a volar…; mas hay –por nuestros pecados– tan pocos [santos] que creo es harta causa para que los que comienzan no vayan más presto a gran perfección» (Vida 13,6; cf. San Juan de la Cruz, 2Subida 18,5; Llama 3,29-31).
Sigue Teresa: cuando los guías espirituales no son suficientemente santos, cuando aun siendo buenos, son todavía carnales y según el mundo en no pocos aspectos, «a los que vuelan como águilas con las mercedes que les hace Dios, quieren hacerlos andar como pollos trabados» (Vida 39,12). Los acomodan al paso cansino que por el camino del Evangelio ellos mismos llevan. Los frenan, sencillamente, aunque por supuesto no lo pretendan.
Por eso siempre, pero especialmente en Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión, debemos procurar con la oración y todo el empeño de nuestra alma, bajo la acción de la gracia, convertirnos, ser más santos, para poder ayudar a los buenos a que sean santos. Oremos, pues:
Acuérdate de mí por amor a tu pueblo.
José María Iraburu, sacerdote
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