MIÉRCOLES DE LA PRIMERA SEMANA DE PASCUA
Libro de los Hechos de los Apóstoles 3,1-10.
En una ocasión, Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la tarde. Allí encontraron a un paralítico de nacimiento, que ponían diariamente junto a la puerta del Templo llamada “la Hermosa”, para pedir limosna a los que entraban. Cuando él vio a Pedro y a Juan entrar en el Templo, les pidió una limosna. Entonces Pedro, fijando la mirada en él, lo mismo que Juan, le dijo: “Míranos”. El hombre los miró fijamente esperando que le dieran algo. Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina”. Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó; de inmediato, se le fortalecieron los pies y los tobillos. Dando un salto, se puso de pie y comenzó a caminar; y entró con ellos en el Templo, caminando, saltando y glorificando a Dios. Toda la gente lo vio camina y alabar a Dios. Reconocieron que era el mendigo que pedía limosna sentado a la puerta del Templo llamada “la Hermosa”, y quedaron asombrados y llenos de admiración por lo que le había sucedido.
Salmo 105,1-4.6-9.
¡Den gracias al Señor, invoquen su Nombre, hagan conocer entre los pueblos sus proezas;
canten al Señor con instrumentos musicales, pregonen todas sus maravillas!
¡Gloríense en su santo Nombre, alégrense los que buscan al Señor!
¡Recurran al Señor y a su poder, busquen constantemente su rostro;
Descendientes de Abraham, su servidor, hijos de Jacob, su elegido:
el Señor es nuestro Dios, en toda la tierra rigen sus decretos.
El se acuerda eternamente de su alianza, de la palabra que dio por mil generaciones,
del pacto que selló con Abraham, del juramento que hizo a Isaac:
Evangelio según San Lucas 24,13-35.
Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojos lo reconocieran. El les dijo: “¿Qué comentaban por el camino?”. Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: “¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!”. “¿Qué cosa?”, les preguntó. Ellos respondieron: “Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les habían aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron”. Jesús les dijo: “¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?” Y comenzando por Moisés y continuando con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él. Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: “Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba”. El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: “¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”. En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: “Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!”. Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
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1. Pedro y Juan curan en nombre de Jesús al paralítico del templo, a la hora del sacrificio de la tarde.
Qué bien cuenta Lucas el episodio: el pobre mendigo a la puerta del templo -como se ve, fenómeno antiguo-, la mirada fija del mendigo que espera algo, la mirada también fija de Pedro, el contacto de la mano, las palabras breves y solemnes: «en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar», y la curación progresiva del buen hombre hasta seguirles dando brincos al Templo, ante la admiración de la gente.
La fuerza salvadora, que en vida de Jesús brotaba de él, curando a los enfermos y resucitando a los muertos, es ahora energía pascual que sigue activa: el Resucitado está presente, aunque invisible, y actúa a través de su comunidad, en concreto a través de los apóstoles, a los que había enviado a «proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). No tendrán medios económicos, pero sí participan de la fuerza del Señor.
2. a) Otro magnifico relato de Lucas, ahora en su evangelio, con la descripción psicológicamente magistral del «viaje de ida y vuelta» de los dos discípulos desde la comunidad a su casita propia y desde la casita propia de nuevo a la comunidad, desde Jerusalén a Emaús y desde Emaús a Jerusalén, que es donde tenían que haberse quedado, porque no hay que abandonar a la comunidad sobre todo en momentos difíciles.
El viaje de ida es triste, en silencio, con sentimientos de derrota y desilusión: «nosotros esperábamos…». No reconocen al caminante que se les junta. Siempre es difícil reconocer al Resucitado, como en el caso de la Magdalena, sobre todo cuando los ojos están tristes y cerrados van con su idea, no miran la realidad se miran ellos y su triste pasar. Se ha desmoronado su fe, que estaba mal fundamentada. No creen en la resurrección, a pesar de que algunas mujeres van diciendo que han visto el sepulcro vacío.
El viaje de vuelta es exactamente lo contrario: corren presurosos, llenos de alegría, los ojos abiertos ahora a la inteligencia de las Escrituras, comentando entre ellos la experiencia tenida, impacientes por anunciarla a la comunidad.
En medio ha sucedido algo decisivo: el Señor Jesús les ha salido al encuentro -Buen Pastor que quiere recuperar a sus ovejas perdidas-, dialoga con ellos, les deja hablar exponiendo sus dudas, les explica las Escrituras sobre cómo el Mesías había de pasar por la muerte para cumplir su misión, y finalmente le reconocen en la fracción del pan, aunque luego recuerdan que ya ardía su corazón cuando les explicaba las Escrituras. En el momento en que, como la Magdalena con el hortelano, le quieren retener -«quédate con nosotros»-, Jesús desaparece.
Dicen los expertos que Lucas, sin pretender contarnos que la escena fuera celebración eucarística -impensable todavía, antes de Pentecostés- ha querido dejarnos en este último capítulo de su evangelio como una catequesis historizada de esta importante convicción:
Cristo Jesús sigue también presente a las generaciones siguientes, los que no hemos tenido la suerte de verle en su vida terrena. Y está presente en los tres grandes momentos en que los discípulos de Emaús le encontraron: en la fracción del pan, en la proclamación de su Palabra y en la Comunidad. Que son precisamente los tres momentos primordiales de nuestra celebración: la Comunidad reunida, la Palabra escuchada y la Eucaristía recibida como alimento: los tres «sacramentos» del Señor Resucitado.
b) Pascua no es un recuerdo. Es curación, salvación y vida hoy y aquí para nosotros. El Señor Resucitado nos las comunica a través de su Iglesia, cuando proclama la Palabra salvadora y celebra sus sacramentos, en especial la Eucaristía.
También a nosotros nos puede pasar que experimentemos alguna vez la parálisis del mendigo y la desesperanza de los dos discípulos: enfermedades que nos pueden afectar, y que en Pascua el Señor Resucitado quiere curar, si le dejamos.
Muchos cristianos, jóvenes y mayores, experimentamos en la vida, como los dos de Emaús, momentos de desencanto y depresión. A veces por circunstancias personales. Otras, por la visión deficiente que la misma comunidad puede ofrecer. El camino de Emaús puede ser muchas veces nuestro camino. Viaje de ida desde la fe hasta la oscuridad, y ojalá de vuelta desde la oscuridad hacia la fe. Cuántas veces nuestra oración podría ser: «quédate con nosotros, que se está haciendo de noche y se oscurece nuestra vida». La Pascua no es para los perfectos: fue Pascua también para el paralítico del templo y para los discípulos desanimados de Emaús.
En medio, sobre todo si alguien nos ayuda, deberíamos tener la experiencia del encuentro con el Resucitado. En la Eucaristía compartida. En la Palabra escuchada. En la comunidad que nos apoya y da testimonio. Y la presencia del Señor curará nuestros males. ¿Nos ayuda alguien en este encuentro? ¿ayudamos nosotros a los demás cuando notamos que su camino es de alejamiento y frialdad?
El relato de Lucas, narrado con evidente lenguaje eucarístico, quiere ayudar a sus lectores -hoy, a nosotros- a que conectemos la misa con la presencia viva del Señor Jesús. Pero a la vez, de nuestro encuentro con el Resucitado, si le hemos sabido reconocer en la Palabra, en la Eucaristía y en la Comunidad, ¿salimos alegres, presurosos a dar testimonio de él en nuestra vida, dispuestos a anunciar la Buena Noticia de Jesús con nuestras palabras y nuestros hechos? ¿imitamos a los dos de Emaús, que vuelven a la comunidad, y a las mujeres que se apresuran a anunciar la buena nueva?
Si es así, eso cambiará toda nuestra jornada.
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