Nos dice Enrique Monasterio en Pensar por libre:
—En España está de moda vivir a la moda. Lo dijo hace muchos años mi tía Pili y las cosas no han cambiado desde entonces. No seguir la moda equivale a parecer reaccionario, probablemente fascista, talibán y franquista. Siempre fue tiránica la moda, pero nunca tanto como en estos turbulentos años que nos ha tocado vivir.
Se conoce que, como carecemos de auténticos maestros y nuestras seseras están limpias de ideas originales, el único referente intelectual es "lo que se lleva", el último grito, el postrer escupitajo. O sea, la moda. Ahora está de moda blasfemar, y hacerlo en público, a ser posible ante las cámaras de televisión o en medio de una selva de micrófonos ávidos de titulares.
Hay que insultar de la forma más soez posible a Dios, a Jesucristo, a la Eucaristía, a la Virgen Santísima, y ya, de paso, al Papa, a los obispos, a los curas…, que se lo tienen bien ganado. Blasfemar mola. Te da prestigio progre, y sale gratis. El blasfemo sabe que los católicos ya no nos rasgamos las vestiduras, tal vez por temor a los resfriados otoñales.
Si uno blasfema contra Alá o su Profeta, corre el riesgo de que le rebanen el pescuezo con un alfanje, pero el Papa y los obispos son inofensivos, no se querellan jamás y los cristianos, que tal vez deberíamos defenderlos, somos tolerantes y amamos la libertad de expresión en todas sus formas. Estos días brotan los blasfemos como los níscalos en los pinares.
Estamos en tiempo de setas y de capullos florales. Hay capullitos de vida efímera que necesitan blasfemar de vez en cuando para tener un minuto de gloria en la tele. Los hay que pretenden ir "en listas" para las próximas elecciones y suponen que una pequeña blasfemia seráel clavel en la solapa que necesita su exiguo currículo. Hay blasfemos que parecen payasos patéticos repudiados por el club de la comedia, y blasfemos anónimos que pululan por la red como moscones.
Son como esos niños vergonzosos que un día se atreven a asomarse a la ventana y chillar ¡cacaculopedopís! y se vuelven a esconder colorados como amapolas. ¿Qué podemos hacer ante tantas y tan sorprendentes manifestaciones de fe? (De eso se trata, por supuesto; para blasfemar hay que creer en Aquél a quien se insulta). Yo lo tengo claro: cada vez que oiga o lea una blasfemia, diré en voz baja —o en alto, si se tercia— un piropo a la Virgen o al Señor presente en la Eucaristía. Sospecho que al Diablo no le hará mucha gracia y tal vez se ocupe de que termine la moda de las blasfemias.
Enrique Monasterio
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