El matrimonio cristiano "consolida, purifica y eleva" las características de todo amor conyugal. Nuevo artículo de la serie sobre el amor humano
“Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano”[1]. Cuando Dios creó al hombre, creó a un ser capaz de amar y de ser amado, porque Dios es Amor y lo hizo a su imagen y semejanza[2].
Hombre y mujer fueron creados el uno para el otro. Se nota ya la voluntad del Creador de hacer de estas dos personas, distintas por su naturaleza sexuada, iguales en su dignidad, seres complementarios. El matrimonio “se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. (...) Existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial”[3].
“El matrimonio −afirmaba san Josemaría− no es, para un cristiano, una simple institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es una auténtica vocación sobrenatural”[4].
Amor de esposos, amor de Dios
Como señala el Catecismo de la Iglesia Católica: “Dios que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor. De este modo, el amor mutuo entre los esposos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es muy bueno a los ojos del Creador”[5].
El hombre, cuando ama, se realiza plenamente como persona. Es lo que nos recuerda el Concilio Vaticano II: “el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”[6]. Todo hombre de buena voluntad es capaz de entenderlo. El don de sí al otro es fuente de riqueza y de responsabilidad, asegura san Juan Pablo II, y Benedicto XVI añade que es atención al otro y para el otro.
Pero el pecado original rompió esa comunión armónica entre el hombre y la mujer. La mutua atracción se convirtió en relación de dominio y de concupiscencia. “El orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó al comienzo”[7].
Y fue Jesucristo quien vino a restablecer el orden inicial de la Creación. Por su Pasión y su Resurrección, hizo que hombre y mujer fueran capaces de amarse como Él nos amó. “Les da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios”[8].
Dos personas, un sólo corazón
Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona −reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad−; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a la fecundidad. En una palabra: el matrimonio entre dos cristianos reúne las características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva”[9].
Don y aceptación son simultáneos y recíprocos: en efecto, solo es realmente conyugal el don si pasa por la aceptación del otro, que se da a su vez y es recibido como cónyuge.
Cada esposo se compromete ante Dios y ante su cónyuge por un acto de amor que es un acto libre de la voluntad. Y es Dios quien sella esta alianza, y nos deja como modelo la fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que es su Esposa, de manera que “por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad”[10].
Uno de los frutos y fines del matrimonio es la apertura a la vida, “pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento”[11]. El hijo es “el don más excelente del matrimonio”[12]; acogerlo es “participar del poder creador y de la paternidad de Dios”[13]. La unión íntima y generosa de los esposos, querida por Dios, construye y afianza el amor de los padres. Favorece el don recíproco con el que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud[14]. En cambio, actuar en contra de las exigencias morales propias del amor conyugal es contrario al respeto debido al cónyuge y a su dignidad.
En el contexto de la fecundidad, es importante considerar la situación de aquellos matrimonios que no pueden tener hijos. Ellos cuentan con la gracia necesaria para volcar la riqueza de su amor conyugal de diversas maneras, lo cual colmará a los esposos de felicidad y hará pleno su amor recíproco.
La fuerza especial del sacramento
El sacramento del Matrimonio confiere a los esposos cristianos una gracia particular que les permite perfeccionar su amor, afianzar su unidad indisoluble, “levantarse después de sus caídas, perdonarse mutuamente, llevar unos las cargas de los otros y amarse con un amor sobrenatural y delicado... En las alegrías de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas del Cordero”[15].
En este sentido, para que perdure y alcance su plenitud, el amor conyugal debe cultivarse. Es exigente, dice san Pablo. Fuerza y perseverancia son necesarias para afrontar las pruebas. Así lo expresaba san Josemaría: “El matrimonio es un camino divino, grande y maravilloso y, como todo lo divino en nosotros, tiene manifestaciones concretas de correspondencia a la gracia, de generosidad, de entrega, de servicio”[16].
Hay que aprender a amar. “Amar es... no albergar más que un solo pensamiento, vivir para la persona amada, no pertenecerse, estar sometido venturosa y libremente, con el alma y el corazón, a una voluntad ajena... y a la vez propia”[17].
Amar necesita tiempo y requiere esfuerzo. Hay que aprender a ahondar en el amor del cónyuge, tratando de tener un conocimiento del ser amado cada vez más fino, más intenso, y más confiado. Es necesario dilatar el propio corazón y el del cónyuge, tratar de paliar sus límites con generosidad y sobretodo perdonar y ser misericordioso: hacer todo lo posible para vivir el don de sí al servicio del otro.
Cristo es nuestro modelo: “El Padre me ama −afirma el Señor− porque yo doy mi vida y la tomo de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí mismo”[18]. Ésa es la vocación al matrimonio: dar la propia vida por quien se ama. Por eso, los esposos deben dejarse renovar por Jesucristo, que actúa y transforma sus corazones. La oración de los esposos es vital para que ambos permanezcan en Dios, tengan una paz sobrenatural frente a las dificultades −que se examinarán entonces en su justa medida−, y sepan ofrecer las penas y las flaquezas, y también las alegrías.
“Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar”[19].
El amor se despliega en las “cosas pequeñas”: palabras, gestos de cariño, detalles. El secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no en ensueños. Está en encontrar la alegría escondida que da la llegada al hogar; en el trato cariñoso con los hijos; en el trabajo de todos los días, en el que colabora la familia entera; en el buen humor ante las dificultades, que hay que afrontar con deportividad; en el aprovechamiento también de todos los adelantos que nos proporciona la civilización, para hacer la casa agradable, la vida más sencilla, etc.[20].
Los esposos han de ser veraces y amantes, sinceros y sencillos, expresarse con inteligencia, con planteamientos positivos y constructivos, restando importancia a las pequeñas o grandes fricciones que se presentan en la vida diaria. No intentarán moldear al otro a la medida de su deseo, le aceptarán tal como es, con sus defectos y cualidades, procurando −a la vez− ayudarle con paciencia y verdadero cariño.
Se esforzarán por ser humildes, reconociendo sus propios límites para no dramatizar los del otro. Procurarán percibir la riqueza del otro más allá de sus flaquezas.
Serán, ante todo, misericordiosos, como Cristo fue misericordioso. El rencor y las caras largas ahogan y encierran. Las nostalgias y las comparaciones destruyen y aíslan.
Sin embargo, las crisis son normales en un matrimonio. Son el signo de que algo hay que cambiar. Los esposos se esforzarán por sacar a flote su relación, por decidir lo que hay que hacer o decir para que el amor resurja, crezca y se afiance. Pondrán los medios para crear un ambiente de seguridad y de confianza, porque no hay nada peor que “la indiferencia”[21] y, ante todo, se apoyarán en la ayuda divina, que no les faltará, pues cuentan con la gracia específica del sacramento del Matrimonio.
Además, tendrán que aportar ese toque positivo, esa pincelada maravillosa, imprescindible, dar sin medida, amar antes de actuar, encomendándose al Señor. Verán al otro como un camino para su santificación personal, profundizando la fe: a fin de amar más y mejor.
Pascale Laugier, en opusdei.es.
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604.
[2] Cfr. Gn 1, 26-27.
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1603.
[4] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
[5] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1604.
[6] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 24.
[7] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1608.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1615.
[9] Id., n. 1643. Remite a San Juan Pablo II, Exhort. Ap. Familiaris consortio, 13: AAS 74 (1982) 96.
[10] Id., n. 1647.
[11] Id., n. 2366.
[12] Id., n. 2367.
[13] Ibidem.
[14] Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 49.
[15] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1642.
[16] San Josemaría, Conversaciones, n. 93.
[17] San Josemaría, Surco, n. 797.
[18] Jn 10, 17-18.
[19] San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 23.
[20] San Josemaría, Conversaciones, n. 91.
[21] Papa Francisco, Mensaje para la Cuaresma 2015.
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