8 de noviembre.

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Homilía para el XXXII Domingo durante el año B

Cada año conmemoramos en nuestras celebraciones litúrgicas el ciclo de los principales eventos de la vida de nuestro Salvador, Jesús, y proclamamos su enseñanza en el Evangelio, siguiendo un ciclo de 52 domingos, que llamamos año litúrgico, y que comienza con el primer domingo de Adviento. Estamos, entonces, muy cerca del fin de este ciclo, y las lecturas de los últimos domingos del año nos hablarán del fin de los tiempos. Una de las características de este fin de los tiempos, según el Evangelio, será la inversión de las situaciones: aquellos que no hubiesen tenido privilegios y hubiesen estado oprimidos en esta vida estarán en el gozo, y los privilegiados de este mundo que hubiesen vivido sin compasión por los menos afortunados estarán en el dolor. Este es el contexto en el cual es necesario entender el Evangelio de este domingo.

Encontramos un contraste entre ricos y pobres: los ricos representados por los escribas y fariseos, y los pobres representados por la viuda que pone sus moneditas de cobre (kodrantes, dice en griego, un cuadrante, un cuarto, es decir veinticinco centavos) en el Tesoro del Templo. Los turistas que viajan por el mundo, en algunos países llamados del tercer mundo, tienen frecuentemente la ocasión de dar moneditas a los pobres, sobre todo a los niños que corren detrás de ellos, uno lo ha visto en Egipto, en Brasil, y cada uno podrá poner datos de su experiencia. Es un gesto ciertamente recomendable, según mi opinión, pero no obligatorio.

Al mismo tiempo uno se da cuenta que hay algo anómalo en esta situación. La viuda del Evangelio al contrario, como aquella de la primera lectura, que da de comer al profeta Elías, son mujeres pobres que dan a los pobres. Dan de aquello que para ellas es esencial, y no superfluo.

Esto nos enseña algo muy hermoso sobre Dios. Si Dios fuera un rico que da de aquello que le sobra, estaría mejor representado por los escribas y fariseos del Evangelio, más bien, que por la viuda que pone su módico óbolo. ¿Pero no se puede decir, quizá, que Dios nos da no de su riqueza sino de su pobreza? Sí, porque Dios se ha revelado en Jesucristo, que se hizo pobre con nosotros y por nosotros. En Jesús de Nazaret Dios no se nos apareció como un rico turista que lanza moneditas a los niños pobres, sino, como un pobre que comparte con nosotros su vida.

Si el Evangelio no fuese más que una condena de la riqueza material, nosotros podríamos sentirnos a las anchas, porque nosotros, en la mayor parte, podríamos considerarnos, si no como pobres, al menos no propiamente como ricos, en el sentido de la opulencia. Y entonces las palabras duras, (o al menos exigentes) del Evangelio en relación a los ricos, no serían para nosotros. Pero el verdadero mensaje no está allí: el mensaje de Jesús es que Él se fija no tanto en lo que damos (poco o mucho), sino en aquello que somos, en nuestra propia vida, mira que nosotros vivamos al servicio de aquellos que nos circundan o que nos encontramos en el camino. Podríamos decir: no mira “qué damos”, si no, “si nos damos”.

Y creo que esto nos ayuda a comprender el sentido de los ministerios en la Iglesia de Dios. Aquellos que son ordenados presbíteros, u ordenados en otros ministerios, no reciben una suerte de banco de riquezas espirituales para distribuir como ricos turistas a niños pobres, sino que están invitados a darse a sí mismos en su pobreza personal como en su riqueza, a fin de que los dones de Dios puestos en todos y cada uno se manifiesten y crezcan. Esto es lo que el Papa quiere decir con una imagen, que reemplaza el concepto: “pastores con olor a oveja”.

Uno de los aspectos maravillosos de cada ministerio espiritual, es la posibilidad de poder transmitir frecuentemente esto que nosotros poseemos. Un pasaje del “Diario de un párroco de campaña” de Bernanos siempre me ha llamado la atención: este párroco de campaña debe asistir en el lecho de muerte a una gran dama, una condesa que estaba en una situación de gran sufrimiento y angustia. Él mismo, en aquél momento de su vida atravesaba una grave crisis interior y ninguno lo sabía. Por medio de su ministerio, le dio seguridad a la señora, que muere con una gran paz. Más tarde él anotará en su diario: “Esté en paz, le dije. Y ella recibió esta paz de rodillas. Fui yo que se la dí. ¡Qué maravilla, que se pueda de esta manera hacer don de eso que no se tiene, o dulce milagro de nuestra manos vacías!”

Evidentemente todo esto está todavía mejor expresado en la carta a los Hebreos que viene prevista para este domingo. Jesús no entró al santuario con sacrificios materiales, sino con su propia sangre. Lo que quiere decir que no nos dio unas “cosas”, se ha dado Él mismo a nosotros. Nos ha dado su ser, su vida. Se nos ha dado como alimento de vida. Pidámosle descubrir como, desde el fondo de nuestra pobreza, nosotros podemos ayudar a los otros a descubrir sus propias riquezas, compartiendo con ellos también aquello que no tenemos.

Demos, entonces, en interés al Señor sus mismos dones, no tenemos, en efecto, nada que no sea don suyo, nosotros mismos somos un don suyo. Y nosotros, en verdad, ¿qué cosa podemos retener como nuestro, cuando tenemos tanto recibido? Y no solo porque fuimos creados por Dios, sino también porque fuimos rescatados por él. Alegrémonos también, porque hemos sido rescatados a gran precio, con la sangre del mismo Señor, con este precio ya nunca seremos viles ni banales.

Escribe Paulino de Nola: “Devolvamos, entonces, sus dones al Señor; demos a aquél que recibe a través del pobre; demos, digo, con gozo y recibiremos de Él exultantes. Le agrada, en efecto, que hagamos fuerza, quebrando con las obras buenas las vallas del cielo. Nuestro Señor, el solo bueno, como el solo Dios, no quiere recibir por un cálculo de avaricia, sino por generosidad de afecto. ¿Qué cosa falta, en efecto, a aquél que da todas las cosas? O ¿qué cosa no posee, aquél que es patrón de los que poseen? Todos los ricos están en sus manos, pero su inmensa justicia y bondad quiere que se haga don de sus mismos dones, para tener todavía un título de misericordia hacia ti, porque es bueno. Y de verdad te prepara él mismo un mérito del cual tú seas digno, porque ¡él es justo!”. Paolino di Nola, Epist., 34, 2- (Lezionario “I Padri vivi” 137). ¡Darnos es la gran inversión en estos tiempos de crisis!

La ley natural enseña al hombre la verdad de lo que importa: es la vida vivida y entregada. Antes de la revelación encontramos en culturas ancestrales, como la Egipcia, por ejemplo que el juicio de la justicia consiste en que el corazón sea más pesado, esto entreña una verdad empañada en supersticiones y mitos, pero que se aclara fulgurantemente en la revelación. En este sentido escribre san León magno: “Grande es aquél que Él sacará de lo poco disponible, porque sobre la balanza de la justicia divina no se pesa la cantidad de los dones, sino más bien el peso de los corazones. La viuda del Evangelio depositó en el tesoro del templo dos moneditas y superó los dones de todos los ricos (Mt 12, 41-44). Ningún gesto de bondad carece de sentido delante de Dios, ninguna misericordia queda sin fruto. Diversas son sin duda las posibilidades dadas por él a los hombres, pero no diferentes los sentimientos que Él les pide a ellos. Valoren todos con diligencia la entidad de los propios recursos y aquellos que han recibido de más den más.” Leone Magno,Sermo de jejunio dec. mens., 90,  (Lezionario “I Padri vivi” 137)

Que María santisima interceda para que no seamos tacaños con lo más valioso que tenemos: nosotros mismos, y somos lo más valiosos no por nuestro propio peso, sino porque hemos sido recatados con la Sangre preciosa de Cristo, seamos generosos habiendo sido objetos de tanta generosidad y misericordia.


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