Cuenta un relato antiguo, del tiempo de Jesús, que un día cualquiera un pagano se presentó delante del rabí Samay, célebre jefe de escuela y reputado maestro de la Ley. Le retó: estaba dispuesto a convertirse a la religión judía si el experto «era capaz de exponerle el contenido de esta durante el período de tiempo que una persona puede mantenerse apoyada sobre un solo pie.
«El extraño personaje que le había hecho aquella petición no se desanimó. Se dirigió –si puedo expresarlo de este modo– a la competencia, al rabí Hilel, el otro célebre jefe de escuela, y le hizo la misma petición. Al contrario que el rabí Samay, Hilel no encontró nada imposible en ella y le respondió sin rodeos: “No hagas a tu prójimo lo que a ti te fastidia. Esta es toda la ley. Lo demás es interpretación”».
En la misma época en la que nacían estos relatos, Jesucristo conversaba con un maestro acerca de esta misma temática. Recordemos el pasaje: el escriba pregunta a Cristo a propósito del mandamiento principal de la ley. La respuesta en la que Cristo compendia admirablemente la esencia de la nueva religión es sobradamente conocida: amarás a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo (cfr. Mt 22, 35-40).
Este mensaje, sencillo y liberador, encierra en sus palabras también algo abrumador. En efecto, «¿quién de nosotros puede decir que nunca ha pasado de largo junto a una persona hambrienta o sedienta, o junto a una persona cualquiera que nos necesitaba? ¿Quién de nosotros puede decir que realiza verdaderamente con toda sencillez el servicio de la bondad para los demás?»[1].
Conocemos a una que lo consiguió: la Virgen María. Otros alcanzaron un alto grado de perfección en el amor: los santos. Acude a ellos e implora su ayuda para perseverar en el esencial camino del amor.
[1] J. Ratzinger, El credo hoy (Santander 2012) 11.
[1] J. Ratzinger, El credo hoy (Santander 2012) 11.
Fulgencio Espá
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