SAN JORGE
(† ca.303)
Los santos jóvenes —los de nuestro siglo— difícilmente podrían venir al mundo de incógnito. Sus fotografías, el rostro de los santos, corren de mano en mano y nunca faltan más o menos retocadas en la cubierta de sus vidas. Cosa que no pasa con los santos veteranos. San Jorge, por ejemplo, podría pasearse tranquilamente a pie o a caballo, y hasta pasar a nuestro lado con cara de labriego holandés, viajante florentino o distinguido militar, sin que lográramos identificarle.
En los archivos de los historiadores —esos pobres hombres que se pasan la vida masticando polvo de biblioteca— la ficha de San Jorge casi está en blanco. Los más sabihondos sólo han puesto, y a lápiz, estas palabras: “Mártir en Oriente a principios del siglo IV”. No es de extrañar. Nosotros apuntamos en un papel el día y la hora de visita al dentista, la dirección del notario, pero ningún novio, para no olvidarse, apunta en su agenda el día de su boda, ni ninguna madre escribe en una libreta el día del cumpleaños de su hijo. Las fiestas grandes se recuerdan fácilmente. Y los grandes santos —a San Jorge le llaman en Oriente “el Gran Mártir”— no han tenido necesidad de huellas dactilares ni de partida de nacimiento, legalizada y todo, para sobrevivir al tiempo. Estad seguros: la vida de San Jorge no la hallará nunca nadie en los mamotretos sin color, calor ni vida de los beneméritos historiadores.
Todos los caminos van a Roma, decimos frecuentemente. Y es verdad. Pero tened cuidado y mirad qué camino escogéis para seguir la vida de San Jorge. ¿A que viene enterarse que en Lydda hubo un templo dedicado al Santo, que una inscripción del siglo VI nos habla de sus reliquias, que su fama era inmensa en Oriente, que los reyes merovingios, al establecer su árbol genealógico, se creyeron descendientes de un hijo de San Jorge, que en Regensburg tenía una capilla dedicada desde la época de la ocupación romana, que Ricardo Corazón de León le nombró patrono de los cruzados y que éstos extendieron su culto por Occidente?
Encontré hace años una pista de la vida de San Jorge. Desde entonces el 23 de abril vuelvo a reseguirla cada año. Y cada año, al atardecer, vuelvo a casa contento.
Día 23 de abril. Barcelona. Son las cinco de la tarde. Estamos en la Plaza Nueva. Aquí, junto a la catedral, empieza nuestro itinerario. Es corto. Pavimento enlosado y afortunadamente sin vehículos. Muchas personas siguen el mismo camino. Voces atipladas de niños dialogan alegres con sus madres. Setenta pasos bordeando la catedral y una calle estrecha, pacífica, serena. Una fila larguísima avanza pausadamente, sonrientemente. Aquí, en esta calle —la calle del Obispo—, camino de la Diputación, donde se venera la reliquia del Santo, es fácil recordar, vivir la Historia. La cuentan las madres a los niños. Y las madres nunca engañan.
“San Jorge nació lejos, muy lejos, cerca de la tierra de Nuestro Señor. Su padre era un labrador muy rico, con muchos criados y muchas tierras. Su madre era muy buena. El pequeño Jorge siempre hacía lo que le mandaban y traía siempre buenas notas. Cuando mayorcito, el pobre se quedó sin padre y sin madre. Tenía veinte años. Y le hicieron capitán. Sabía mucho de guerra y siempre le condecoraban. Era el capitán más joven y más guapo. El emperador le quería mucho. Pero el emperador era malo. Y un día mandó matar a todos los cristianos del mundo. El no sabía que San Jorge lo era, aunque todos notaban en él algo especial. Jorge, el capitán Jorge, no pudo aguantar aquello. Se puso las mejores ropas, entregó sus bienes a los pobres y fue y le dijo al emperador unas cuantas cosas delante de todos los ministros del Imperio. El pobre emperador —se llamaba Diocleciano— no supo qué contestar. Pero montó en cólera y gritó: “Ahora sabrás lo que es bueno”. Le metió en la cárcel y empezaron a azotarle como a Nuestro Señor. San Jorge se acordó de Jesús y ni abrió la boca. Se cansaron los verdugos de azotarle. Y él nada, seguía sin gritar y sin llorar. Todos los de la cárcel decían: “Es un valiente. Vale la pena ser cristiano”. Corrieron a decírselo al emperador. Entonces…”
(La calle está jalonada de trecho en trecho por mozos de escuadra. Altos; pantalón, chaleco, chaquetilla corta azul turqui con trencilla blanca y vivos grana, alpargatas blancas con cintas azules, chistera con un ala levantada y sujeta por una escarapela con un escudo, tienen un aire marcial distinguido y una sonrisa familiar que no aleja. No usan armas; hoy encajarían mal en esta calle con rosas de San Jorge, que el prelado ha bendecido por la mañana, en todas las solapas. Los mozos de escuadra (un capitán, un teniente, cuarenta mozos), al hablar de San Jorge, de su San Jorge, muestran satisfactoriamente que su Patrón fue un valiente.)
“Entonces vino un nuevo tormento: le enterraron en un hoyo que estaba lleno de cal viva. Sus últimas palabras fueron: “Dios mío, escucha mi oración; haz que te ame siempre y envía un ángel que me libre ahora, como un día lo hiciste con los tres jóvenes que un rey malo metió en un horno de fuego. Le enterraron mientras hacía la señal de la cruz. Nuestro Señor siempre escucha cuando se le reza. A los tres días el emperador se enteró de que el capitán Jorge vivía y seguía amando a su Dios.
Y más tormentos: le pusieron unas sandalias ardiendo al rojo vivo, le dieron veneno… El siempre rezaba y el Señor siempre le escuchaba.
Otro día le metieron en un templo de los dioses falsos. Entrar San Jorge y venirse al suelo las imágenes de los dioses fue una misma cosa. El Señor estaba con él. Finalmente, le cortaron la cabeza. Tenía ganas de estar con Jesús.”
(Poco a poco hemos ido subiendo. En el patio, quince naranjos que le dan nombre contrastan con los animales feroces de las gárgolas. Un surtidor brota encima de una imagen de San Jorge a caballo. La melodía del órgano, cada vez más próxima, prepara el ánimo para la adoración de la reliquia del Santo. Dos seminaristas la dan a besar. Los fieles al venerarla —una reliquia que donó a la Diputación el embajador de Felipe II en Alemania—, oyen las palabras: “San Jorge, rogad por nosotros”. En el altar una imagen de San Jorge, armadura articulada, oro, plata, cara policromada, recuerda lo de siempre: la vida del hombre sobre la tierra es milicia, es lucha.)
La leyenda es la historia de los iletrados. Símbolo siempre y lección constante. La de San Jorge es el mensaje luminoso y siempre actual mensaje que los cruzados sacaron de la imagen del Santo, tan venerada en Oriente. El Santo a caballo mata un dragón y salva a una doncella. Desde entonces cuentan que había un dragón que desolaba una ciudad. Vivía junto a un lago. Su aliento era mortal. Para mantenerle alejado de la ciudad le llevaban todos los días primeros reses y luego personas. Un día le tocó a la hija del rey. Mal día para el rey. Mejor, buen día para todos. Porque, sin saber cómo, de pronto se presentó un guerrero y en el nombre del Señor Jesús mató el dragón. La ciudad respiró y desde entonces empezó para ellos una nueva vida. La doctrina de Jesús que les enseñó San Jorge les hizo libres.
¿Leyenda? ¿Parábola? Mensaje de ayer, mensaje de siempre.
(En este momento —son las seis— el carillón de la Diputación lanza su melodía. En el patio treinta y seis puestos de flores —los que por la mañana han concurrido al concurso de la flor de San Jorge— siguen ofreciendo rosas. Es imposible pasar de largo. Una rosa de San Jorge recuerda a los que deben dar testimonio —todos— la vida de un mártir, de un testigo de Cristo. Un mártir que es patrono.)
¿Por que, si no, las madres cuentan a sus hijos la vida de San Jorge?
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