Hoy me veo como una vieja cisterna vacía y reseca, incapaz de calmar la sed de los que vienen a oírme. Ellos tienen derecho a encontrar en mis palabras un poco de aquella agua viva que Jesús prometió a la Samaritana, el agua que "salta hasta la vida eterna". ¡Si tuviera al menos una gota…!
Llego al oratorio con unos viejos papeles en la mano. Son ceniza, frases que tuvieron sentido en otro tiempo y hoy apenas me dicen nada. De rodillas ante el Sagrario hago la oración preparatoria. Me siento frente a la mesa y agarro con la mano derecha el pequeño crucifijo de latón.
Empiezo a hablar despacio, en voz tan baja que yo mismo no me oigo. Leo unas palabras del Evangelio y la cisterna empieza a llenarse de agua hasta rebosar por todas partes. Es un torrente impetuoso que no sé de dónde viene, pero aparece siempre que lo necesito. Trato de encauzarlo, de remansarlo en el corazón para soltarlo luego y que llegue hasta la última fila, hasta aquel que dormita al fondo de la capilla.
Termino la meditación avergonzado. Ojalá nadie me comente nada. Ahora yo mismo puedo beber de esa agua embalsada.
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