En Molinoviejo hay un pino menos. Era un ejemplar enorme y estaba pocos metros de la casa antigua. Nunca pensé que podía estar enfermo hasta hace unos días en que descubrieron que había muerto.
"Los árboles mueren de pie", según Casona. Tenía razón: aguantan y aguantan, y ocultan con pudor su propia muerte hasta que alguien los descubre y los derriba sin piedad. El pino de Molinoviejo, al caer, nos enseñó un tronco completamente seco, pero aún recio, capaz de aguantar pájaros y ardillas sobre sus ramas sin vida.
Ayer y anteayer unas sierras eléctricas convirtieron el tronco caído en cilindros perfectos de un metro y medio de altura y noventa centímetros de diámetro. Era una leña limpia. Su enfermedad no había corrompido ni dañado la madera.
Mientras hacían leña del árbol caído, me acerqué por detrás y saqué una foto. Mi sombra se proyectaba sobre lo que quedaba del tronco talado. Pensé entonces en algunos políticos de esta tierra que, hasta hace poco, eran adulados hasta la nausea por sus conmilitones, y ahora esperan el hacha de los leñadores.
Hay quien disfruta con el espectáculo. Yo no. Yo siento una cierta melancolía.
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