“Jesús, de camino hacia Jerusalén recorría ciudades y aldeas enseñando. Uno le preguntó: “Señor, ¿serán pocos los que se salven?” Jesús les dijo: “Esforzaos por entrar por la puerta estrecha. Porque muchos querrán entrar y no podrán”. (Lc 13, 22-30)
Una pregunta llena de pesimismo.
Pero que tiene su razón de ser.
Nos han hablado tanto de condenación que ya nos cuesta creer que alguien pueda salvarse.
Otra era la mentalidad del Cardenal Martín, cuando alguien le preguntó si creía en el infierno. El respondió: “sí creo en el infierno, pero tengo serias dudas de que alguien esté en él”.
Para quienes todo es pecado.
Para quienes toda su preocupación es el no pecar, el problema de la salvación se pone difícil.
En cambio para aquellos cuya preocupación es el amor de Dios, el convencernos de que Dios nos ama “hasta entregar a su propio hijo por nosotros”, la conclusión es la posibilidad de que todo nos salvemos.
El número de los salvados es tan amplio como el universal es el amor de Dios.
“Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo se salve por él”.
¿Cuál es la “puerta estrecha” de que nos habla Jesús?
Una vida, no según los criterios del mundo, que es muy ancha y donde todo es permitido y válido.
La “puerta estrecha” de Jesús es:
Vivir a la luz del Evangelio.
Vivir sintiéndose amados por Dios.
Vivir del amor a Dios y al prójimo.
Comparada con la puerta del mundo parece estrecha, y exigente.
Sin embargo, la puerta del amor, es una puerta tan grande como el corazón de Dios.
La puerta del amor es tan grande como la Cruz de Jesús.
El problema está:
¿qué puerta elegimos?
¿la puerta del mundo?
¿la puerta de Dios?
Ante la puerta de Dios, la del mundo queda estrecha.
Claro que por esta puerta no podemos entrar aunque queramos.
Lo estrecho de Dios es más grande que lo amplio del mundo.
¿Por qué no preguntarle a Jesús: Señor serán poco los que se condenen?
Yo no entiendo hablarle a Dios de tacañerías, cuando su amor es universal.
Yo no entiendo hablarle a Dios de tacañerías, cuando a Dios lo vemos como amor y gratuidad.
El amor de Dios no es algo que tengamos que ganarnos.
El amor de Dios es siempre gratuidad.
El amor de Dios es siempre un don.
Y eso es lo que personalmente me consuela.
Llevo ya más de sesenta años de sacerdote.
Y sin embargo tantos años no me dan seguridad, aunque he tratado de vivirlos lo mejor posible.
Para mí, lo único que me consuela y me ofrece seguridad es el amor que Dios me tiene.
Para mí, lo único que me serena y tranquiliza es que yo mismo soy “un milagro del amor de Dios”.
Por eso, cada día que celebro misa:
Siento un gozo especial.
Me olvido de mí mismo y de mi vida.
Y me meto en el cáliz de la sangre de Jesús.
Y me ofrezco a Dios mojado en esa sangre.
¿Y alguien piensa que Dios se fijará en mis flaquezas y debilidades viéndome mojado en la sangre de su Hijo?
¿Tanto tiempo y todavía no entendéis mi corazón y mi amor?
No me salves por mi bondad, sálvame por la gratuidad de tu amor.
Clemente Sobrado C. P.
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