En nombre de los fariseos un escriba, un doctor de la Ley, le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” (Mt 22,36). La Torá, la Ley dada por Dios a Israel, comprendía 248 mandatos y 365 prohibiciones. Todos ellos, mandatos y prohibiciones, son importantes pues Dios no impera nada que carezca de relevancia
Si la Ley viene de Dios no se puede establecer una jerarquía entre mandatos importantes y no importantes: todos lo son. Pero, ¿cuál es el mandamiento central de la Ley, aquel que la condensa y la resume? Jesús responde citando la frase que los judíos decían cada mañana en la oración: “Escucha, Israel…, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Este mandamiento es “el principal y primero” (Mt 22,38).
Se trata de amar a Dios manteniendo una relación viva con Él que abarque las dimensiones fundamentales de nuestro ser: “Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa”, comenta San Agustín.
Hay un segundo mandamiento semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). Este segundo mandato es inseparable del anterior porque el amor al prójimo y a uno mismo está en realidad contenido en el mandato del amor a Dios. Como explica el Pseudo-Crisóstomo: “El que ama al hombre es semejante al que ama a Dios, porque como el hombre es la imagen de Dios, Dios es amado en él como el rey es considerado en su retrato. Y por esto dice que el segundo mandamiento es semejante al primero”.
El amor al prójimo incluye a todos, también a los extraños y extranjeros (cf Ex 22,20-26). El prójimo debe ser tan importante para mí como yo lo soy para mí mismo. ¿Cómo se puede verificar este amor al prójimo? Cumpliendo la “regla de oro”: “Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 7,12).
Tampoco debemos minimizar el mandato del amor a sí mismo. Uno se ama a sí mismo, sin que ello signifique ser egoísta o narcisista, en cuanto quiere el bien para sí. Y amamos a los demás si queremos el bien para ellos. Pero para nosotros y para los demás solo es bueno lo que procede de Dios y lo que nos orienta hacia Él, que es la misma bondad.
San Pablo elogia a los tesalonicenses por haber acogido la Palabra de Dios y por haberla testimoniado con sus vidas: “vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca” (1 Tes 1,8). Por haberse convertido, abandonando los ídolos y viviendo en la esperanza de la vuelta del Señor, los cristianos de Tesalónica constituían una comunidad auténticamente misionera. También nosotros, si nos dejamos guiar por el amor a Dios y al prójimo, ayudaremos a que el Evangelio llegue a todas las gentes para que, conociendo a Cristo, encuentren la alegría y la salvación.
Guillermo Juan Morado.
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