“Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Por qué ha de ocupar terreno inútilmente?” Pero el viñador contestó: “Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré, a ver si comienza a dar fruto. Y si no la cortas”. (Lc 12,1-9)
La plantó junto al camino. La plantó en su propio campo.
Allí brotó. Allí creció. Allí se hizo grande.
Era “su” higuera. La higuera de sus sueños.
La higuera de la que recogería los sabrosos higos.
La gente al pasar miraba a la higuera.
¡Estaba tan bella y hermosa! ¡Estaba tan llena de vida!
Algún turista se sacó una foto a su lado.
¡Qué hermosa está! Decían unos.
¡Qué belleza de higuera! Se decían otros.
Hasta alguien pensó cortar una rama para llevársela.
También llegó él, el dueño.
Se quedó mirando y la vio hermosa.
Se acercó tímidamente, como quien no quiere despertarla.
Extendió la mano, quiso probar sus dulces frutos.
¡Desilusión! No tenía higos.
Tenía hojas. Tenía follaje. Pero no tenía frutos.
Sus manos buscaban ansiosas entre las ramas.
Pero no había dado frutos.
Era el segundo año. Un año más de frustración.
Todo era para la mirada. Nada para el gusto.
Todo era para el engaño. Nada para la verdad.
Todo se había ido en la belleza del vestido.
Nada se había quedado para regalar higos.
No le dolía el trabajo de sus cuidados.
Le dolía la ingratitud de la higuera.
No le dolía lo que había gastado en ella.
Le dolía su esterilidad.
No le dolía el tiempo que había esperado.
Le dolía el tiempo que había perdido.
No le dolían los sueños puestos en ella.
Le dolía aquella vida tan hermosa, pero vacía.
¿Arrancarla? Era una pena.
¿Dejarla otro año? ¿Serviría de algo?
¿Abonarla de nuevo y esperar? ¿No sería otro gasto inútil?
¿A caso la esperanza no se merece un nuevo esfuerzo?
¿A caso la esperanza no se merece un intento más?
¿No volvería a quedar todo en hojas, otra vez?
Era posible. Pero ¿la esperanza…?
¿Por qué renunciar a soñar?
Volvió a regar sus raíces de ilusiones.
Las regó de esperanzas.
Otro año de espera, ¿y quién sabe si algún otro más?
Porque la esperanza se resiste a morir.
Porque el amor se resiste a desesperar.
Porque la ilusión siempre cree en un mañana.
¿Alguien probó, algún día, los higos de la higuera?
¿Alguna vez se olvidó de su follaje y pensó en la fecundidad de sus entrañas?
¿Alguna vez dejó de pensar en la apariencia para espectáculo de los viandantes?
¿Alguna vez pensó para sus adentros:
Que la belleza sin vida es muerte?
Que la hermosura sin frutos es engaño?
Que las apariencias se olvidan en los ojos que las miran?
Que las apariencias de una vida vacía, se marchitan?
Esperaré un año más.
Esperaré los que sean necesarios.
Porque el amor, no se cansa de esperar.
Amar es esperar. Y esperar es amar.
Esperan los que aman.
Aman de verdad los que esperan.
¿Cuántos años lleva Dios esperando frutos de ti?
¿Cuántos más tendrá que seguir esperando?
Esperará los que sea necesario, lo importante es que tengas menos follaje y comiences a dar higos de santidad.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo A, Tiempo ordinario Tagged: amor, espera, fruto, paciencia, parabola, santidad
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