Pensamientos de San Agustín (XXVIII)


Un sello de los grandes maestros, como es el caso de san Agustín, es la profundidad con la que aborda todas las facetas de la vida cristiana, de la fe, del dogma, de la moral, de la oración, sin tener una visión reducida quedándose en un solo aspecto, así como la capacidad de hacer que lo más profundo y hondo se exprese con palabras sencillas, con claridad, para que todos podamos asimilarlas y entenderlas. La farragosidad o la oscuridad en el pensamiento no es signo de saber más, sino más bien de una vanidad intelectual. San Agustín es claro porque sólo busca sembrar un bien objetivo en los oyentes.



Aquí intentamos ir conociendo estos pensamientos de san Agustín por la amplitud que ofrece y porque así bebemos de las fuentes de la Tradición para nutrir nuestra alma católica.


Gracias al trabajo de Miserere, poseemos ya una buena colección de pensamientos breves pero sustanciosos. Sintámonos discípulos de san Agustín, saboreemos con la inteligencia y el corazón su doctrina.


¿Por qué es necesaria la oración? San Agustín da una razón de futuro, de esperanza; pero hemos de partir de la base que la oración sosegada ante el Señor, cada jornada, forma parte del bagaje cotidiano del cristiano. Ora el cristiano ante el Señor. ¿Para qué?



La oración nos es más necesaria por lo que seremos que por lo que hemos sido, de ahí que nos sea más molesto o vergonzoso no saber lo que pedimos que ignorar nuestro origen (San Agustín, De nat. et anim., 4,9,13).


La obra de Cristo Redentor con nosotros fue admirable, desbordante. Olvidarse de ella, es caer otra vez en el abismo y enfriar la caridad en el corazón, pero hacer memoria de la redención de Cristo nos sitúa de nuevo en el camino correcto.



Tu Señor te creó con su palabra y te redimió con su sangre. Si te envileciste en perjuicio tuyo, mira el precio. Y si te has olvidado de él, lee el Evangelio, tu instrumento (San Agustín, Serm. 36,8).


El "ordo amoris" es un punto fuerte en la teología y en la espiritualidad agustinianas. Se trata de ordenar el amor, ordenar la caridad, en nuestro ser para amar más lo que más debe ser amado, y amar menos lo que merece ser amado menos; y amar por igual las cosas que por igual han de ser amadas sin amarlas más o menos de lo que se requiere. Este ordenar el amor se hace cuando crece la caridad y disminuye la concupiscencia que todo lo desordena.



No existe nadie que no ame. Pero se pregunta qué es lo que se ama. [Dios] No nos invita a no amar, sino a elegir lo que vamos a amar (San Agustín, Serm. 34,2).


¡Santo y Feliz Jesucristo! Así canta un himno sobre Cristo. Sí, Él es feliz, Él está alegre, con un gozo inefable. Nosotros, en la medida en que permanezcamos en Él, seremos partícipes de esa misma alegría, pero si nos alejamos de Él la verdadera alegría se debilita para dar paso a alegrías falsas o más inmediatas, que no llenan sino que necesitan siempre nuevas alegrías para calmar el vacío.



Qué gozo puede tener Cristo en nosotros si no es que El se digna gozarse con nosotros? ¿Cuál es ese nuestro gozo que ha de ser colmado, sino tener participación con El? (S. Agustín, In Io. ev., 83,1).


San Agustín era hombre afectuoso, amable, dado a la amistad y con sólidos vínculos. Pero, para este Maestro, la amistad verdadera necesita un aglutinante verdadero y no espúreo o interesado: la caridad de Dios, la amistad de Dios.



Señor, no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú aglutinas entre sí por medio de la caridad (San Agustín, Conf. 4,4,7)


La revelación de Dios se ha acomodado siempre al hombre, a la capacidad del hombre de ver, oír, entender, percibir, comprender. Dios no se ha mostrado tal cual es, sino hasta el máximo que el hombre pudiera recibir. Es la pedagogía de la revelación.



Dios invisible se ha mostrado muchas veces visible, pero no según lo que es, sino según la capacidad de los que lo han visto (San Agustín, De Civ. Dei, 10,13).


El hombre cristiano, cabal, combinará en su tiempo dos realidades: el ocio santo y la actividad; trabajar y orar; la plegaria y la labor cotidiana; ambas en armonía.



No debe uno estar tan libre de ocupaciones que no piense en medio de su mismo ocio en la utilidad del prójimo, ni tan ocupado que ya no busque la contemplación de Dios (San Agustín, De Civ. Dei, 19,19).


Seamos ecuánimes: ni las alabanzas no hacen tanto bien ni son necesarias, ni las correcciones y persecuciones y hasta insultos son tan malos. Las alabanzas pueden convertirse en adulación, pero las correcciones e insultos, pueden mostrar cosas que desconocemos y que podremos corregir.



Cierto es que muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando (San Agustín, Conf., 10,8,18).


Los puros de corazón son bienaventurados. ¿Cómo entenderlo? La pureza es buscar en todo la gloria de Dios, sin otra apetencia ni interés... ¡entonces se es libre!



No tiene corazón sencillo, esto es, puro, sino aquel que, pasando sobre las alabanzas humanas al vivir bien, busca solamente agradar a Dios, que es único en penetrar la conciencia (San Agustín, Tratado sobre el Sermón de la Montaña 2,1,1).


Por el nacimiento de Cristo, nuestros ojos ciegos recibieron el colirio necesario para ver. Su luz nos hace ver la luz, y es que es Él, Jesucristo, la luz del mundo para caminar y seguirle sin tinieblas algunas.



"El Verbo, pues, se hizo carne y vivió entre nosotros", y su nacimiento es el colirio que limpia los ojos de nuestro corazón, y así ya pueden ver su grandeza a través de sus humillaciones (S. Agustin, In Ioh. ev., 2,16).


Todo lo creado glorifica a Dios. También los seres inanimados o los animales glorifican a Dios, no con la voz o la inteligencia, sino con su propia belleza, con su propio ser.



La hermosura de todos los seres que confiesan a Dios es, en cierto modo, su voz (San Agustín, Enar. in Ps. 148,15).


Por último, un consejo para la oración personal, su modo de realizar, la actitud interior a la hora del diálogo silencioso con Dios:



Lo que decís, decidlo de corazón.Haya afecto en quien ora y causará efecto en quien escucha (San Agustín, Serm. 56,5).



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