“Una mujer de la ciudad, una pecadora, vino con un frasco de perfume y, colocándose detrás juntos a sus pies llorando, se puso a regarle los pies con sus lágrimas, se los enjugaba con su cabellos, los cubría de besos y se los ungía con el perfume. Por eso te digo; sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor, pero al que poco se le perdona, poco amor. Y a ella le dijo: “Tus pecados están perdonados”. “Tu fe te ha salvado, vete en paz”. (Lc 7,36-50)
¿Quién es capaz de conocer el corazón humano?
El corazón es un misterio.
Y al fin y al cabo lo que nos define no es nuestra inteligencia.
Lo es lo que sabemos.
Ni es lo que tenemos.
Ni siquiera es lo que hacemos.
Sino lo que amamos.
Todos hablamos alegremente de esas pobres “mujeres de la vida”.
Y que otros llaman “mujeres de la mala vida”.
Cuando escucho esto, algo se me revuelve dentro y me pregunto:
¡Y quienes las compran son hombres de buena vida!
Hay vidas que todos marginamos como “gente de mala vida”.
Y todos nos imaginamos que nosotros somos “somos gente de buena vida”.
Vamos a Misa.
Y hasta nos confesamos.
Y comulgamos.
Y decimos que rezamos.
Pero, no decimos que somos clientes de esas “mujeres de mala vida”.
Personalmente me indignan estas expresiones.
Porque, ¿acaso sabemos lo que llevan en su corazón?
Cuando leo este Evangelio, mi corazón se estremece.
Esta mujer pecadora pública irrumpe en la cena sin prejuicios al qué dirán.
Hay en ella como una especie de ansiedad y posible asco de su vida.
Hay en ella como una necesidad de sentirse persona.
Hay en ella como una necesidad de sentirse mujer de verdad.
Hay en ella como una necesidad de sentirse mercancía de las pasiones ajenas.
Hay en ella como una necesidad de recuperar su dignidad.
Hay en ella como una necesidad de sentirse libre.
Se ve en ella una pecadora que se siente a disgusto con ella misma,
Busca alguien que no la busque como un objeto que se compra.
Busca alguien que sepa reconocerla como persona.
Busca alguien que pueda devolverle su dignidad.
Y no le importa lo que dirán.
Se postra a los pies de Jesús.
Derrama el perfume que posiblemente era fruto de su pecado.
Lava sus pies con sus lágrimas de angustia y confianza a la vez.
Los seca con sus cabellos como expresión de su esperanza.
¡Qué misterioso es el corazón humano!
A cuantos marginamos como “gente de mala vida”.
Y no sabemos la tragedia que anida en su corazón.
Mientras todos la miran como “la pecadora del pueblo”.
Mientras todos la miran como “la pecadora que algunos frecuentaron” y hundieron en su desgracia:
Alguien da la cara por ella.
Jesús es un invitado peligroso.
Porque es capaz de ponerte al descubierto.
Porque es capaz de reconstruir lo que ellos mismos habían destruido.
Porque es capaz de devolver la alegría que ellos mismos mataron.
Porque es capaz de dar la vida a la que ellos dieron muerte.
Jesús siente asco por los buenos que desprecian a los malos.
Pero Jesús siente cariño por los malos a quienes desprecian los buenos.
Jesús no condena a los malos.
Primero mira la verdad de su corazón.
Y cuando ve un corazón, incluso pecador, pero que ama, Jesús perdona, Jesús renueva.
No lo importa el escándalo de los buenos.
Lo que El quiere es la salvación de todos, también de los malos.
Es posible que muchas de esas pobres mujeres que llamamos elegantemente de las cuatro letras, lleven un corazón ansioso de vida, de verdad y de amor.
Por eso, no condenemos a nadie porque nos podemos llevar la sorpresa e Simón y sus invitados.
Que los buenos quedan marginados.
Y los malos “su fe los ha salvado y se vuelven a casa en paz”.
Señor: a esas pobres mujeres convertidas en objetos de placer,
dales amor en su corazón.
Señor: a esas pobres mujeres de las que todos hablamos mal,
sepan encontrar en ti el camino de una nueva vida.
Señor: que no me escandalice de ellas,
que mi corazón las ame y pueda ganarlas con tu amor.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo A, Tiempo ordinario Tagged: amor, dignidad, mujer, pecado, perdon
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