“Se le adelantó Pedro y preguntó a Jesús:”Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?” Jesús le contesta: “No te digo hasta siente veces, sino hasta setenta veces siete”. (Mt 18,21-19,1)
A Dios no le gustan las matemáticas.
Uno le preguntó si “serán pocos los que se salven”.
Ahora Pedro le pregunta ¿cuántas veces ha de perdonar al hermano que le ofende?
Y en un exceso de generosidad, Pedro pone como límite del perdón “siete veces”.
El amor no es bueno para las matemáticas.
El amor, dice Pablo: “Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta”. “El amor no acaba nunca”.
Y el perdón es hijo del amor.
El amor no tiene límites.
Luego tampoco el perdón puede tener límites.
Tenemos que amar siempre.
Por eso tenemos que perdonar siempre.
Ponerle límites al perdón es ponerle límites al amor.
Es ponerle límites a Dios.
El perdón a unido a la nueva criatura nacida de la Pascua:
“Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
“Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”.
El perdón es el primer fruto del Espíritu Santo.
El perdón es el primer fruto de la nueva criatura nacida de la Pascua.
La misma fórmula de la absolución va unida al don del Espíritu Santo:
“Dios Padre misericordioso, que la muerte de tu Hijo reconcilió al mundo y derramó al Espíritu Santo para el perdón de los pecados”.
“Misericordia del Padre”,
“Muerte del Hijo”,
“Don del Espíritu Santo”
Van unidos “para el perdón de los pecados”.
Y ni la misericordia de Dios tiene matemáticas.
Ni la Muerte del Hijo tiene matemáticas.
Ni el Espíritu Santo, amor del Padre, tiene matemáticas.
Por tanto, el perdón tampoco puede estar condicionado a las matemáticas.
La misericordia de Dios es infinita.
La muerte del Hijo es amor total y sin límites.
El Espíritu Santo es amor infinito de Dios.
Lo que significa que el “perdón también debe ser infinito”.
Es decir: perdonar siempre.
Sin la tacañería de los números.
Con frecuencia nosotros medimos nuestro amor.
Y por eso medimos también nuestro perdón.
“Ya le he perdonado tres veces. Y a la tercera va la vencida”.
El perdón como expresión del amor no tiene medida.
Cosa que a nosotros nos suele costar entender.
Porque nos cuesta entender la misericordia de Dios, la Muerte de Jesús, y la presencia del Espíritu Santo.
Medimos nuestro perdón, porque medimos nuestro amor.
Medimos nuestro perdón, porque no hemos comprendido el amor de Dios.
No vayamos lejos:
¿Cuántas veces te has confesado en tu vida?
¿Cuántas veces te ha perdonado Dios?
¿Cuántas veces más te seguirá perdonando?
Tantas, cuantas veces peques.
Tantas, cuantas veces lo necesites.
Tantas, que Dios te perdonará siempre.
Incluso sabiendo que volverás a fallarle.
¿Por qué ponerle límites a lo infinito?
¿Por qué ponerle límites al amor de Dios?
¿Por qué ponerle límites al Espíritu Santo que te habita?
San Juan María Vianney afirmaba: “El Buen Dios lo sabe todo. Antes aún que os confeséis, sabe ya que pecaréis de nuevo, y sin embargo os perdona. ¡Cuán grande es el amor de nuestro Dios que lo lleva hasta a olvidar voluntariamente el porvenir, con tal de perdonarnos!”
El Sacerdote es ministro del perdón de sus fieles y sujeto del perdón.
El marido es ministro del perdón de su esposa.
La esposa es ministro del perdón de su marido.
Los padres son ministros del perdón de sus hijos.
Y todos somos ministros del perdón de todos.
Dios nos ha regalado la cultura del perdón.
O perdonamos siempre o no perdonamos nunca.
Quien ama de verdad perdona siempre, sin tacañerías.
Clemente Sobrado C. P.
Archivado en: Ciclo A, Tiempo ordinario Tagged: misericordia, perdon, reconciliacion
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