Nos acercamos al término del “Año de la Fe” - convocado por Benedicto XVI el 11 de octubre de 2012 para conmemorar el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del “Catecismo de la Iglesia Católica”- , que será clausurado el 24 de noviembre del presente 2013. Ya Pablo VI, en 1967, había impulsado una celebración similar con motivo del décimo noveno centenario del martirio, del supremo testimonio, de los apóstoles San Pedro y San Pablo.
En este relativamente corto intervalo de tiempo han sucedido muchas cosas. Entre ellas, la renuncia de Benedicto XVI al ministerio petrino y la elección de un nuevo Papa, Francisco, a quien han ido a buscar, según él mismo ha dicho, “al fin del mundo”. Un nuevo Papa que, desde el primer día, ha ido ganando el aprecio de las gentes. Y yo creo que, básicamente, por una sola razón: Parece bueno, es bueno, y la bondad nos atrae.
Cualquiera de nosotros convive día a día con creyentes y no creyentes. En nuestra casa, con nuestros vecinos o en el lugar de trabajo nos encontramos cotidianamente con personas que dicen tener fe y con otras personas que dicen no tenerla. Aunque, como anotaba el filósofo Maurice Blondel, “solo la práctica de la vida zanja, para cada uno en lo secreto, el problema de las relaciones del alma y Dios”.
El cristianismo no renuncia, no podría hacerlo, a su pretensión de verdad, ya que Jesucristo ha dicho: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6). Una fábula quizá nos asombre por su belleza e incluso nos empuje al bien, pero si no es verdadera – y la fábula, en principio, no lo es – a la larga no convence. Necesitamos transitar por la “pradera de la verdad”, como diría Platón, para ser capaces de grandes apuestas.
Pero la bondad atrae. Y que algo, o alguien, sea bueno dice mucho a favor de su verdad. No son antagónicas verdad y bondad, como no lo son verdad y belleza. En la teología clásica se hablaba del “pius credulitatis affectus”, el piadoso afecto de credulidad, que inclina, por la acción de la gracia, a la voluntad a creer, al percibir que creer es un bien para el hombre.
En el último capítulo de su primera encíclica, “Lumen fidei” - “La luz de la fe” -, el papa Francisco hace una afirmación que solo a primera vista puede resultar sorprendente: “Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza”.
Habrá quien diga que no; que la fe es un mal, un engaño, un placebo. Pero un recorrido por la historia y el presente de la vida de los auténticos creyentes desmiente, es mi impresión, ese juicio.
La fe da luz. Ayuda a construir un mundo digno del hombre. Se pone al servicio de la justicia, del derecho, de la paz. No estrecha, sino que ensancha, el horizonte de la vida. Fundamenta la fraternidad y preserva la dignidad única de cada persona. Nos hace respetar más la naturaleza. Motiva la confianza. Conforta en el sufrimiento. Nos ayuda a esperar y proporciona alegría.
Seguro que todos conocemos a personas, con sus virtudes y defectos, con sus grandezas y miserias, que hacen creíbles estas afirmaciones. La fe, bien vivida, es buena, hace bien. No solo por eso es verdadera, pero es un indicio claro de su verosimilitud.
Guillermo Juan Morado.
Un nuevo libro:
EL ENCUENTRO CON JESÚS
Autor : GUILLERMO JUAN MORADO
Los comentarios están cerrados para esta publicación.
Publicar un comentario