(519) Apocalipsis (II). –7 cartas, 7 trompetas y 2 Bestias

 Iglesia en Boston, EE.UU.

–Pero bueno, todo esto serán como símbolos y parábolas ¿no?

–Craso error. «Apocalipsis de Jesucristo, que para instruir a sus siervos sobre las cosas que han de suceder pronto ha dado Dios a conocer por su ángel a su siervo Juan» (Ap 1,1).

 

–Visión inicial del Cristo glorioso, Señor del cielo y de la tierra

A los que hablan de «Jesús de Nazaret», sin mencionar apenas su divinidad; a quienes ven a Jesús como un hombre tan unido a Dios que puede decirse divino, sin que sea Dios; a los que pasan ante el Sagrario como si nada tuviera dentro; a quienes son incapaces de arrodillarse ante la Eucaristía, y por supuesto a todos los cristianos, ha de abrirles los ojos la visión del Cristo glorioso que se le presentó el apóstol San Juan en la isla de Patmos hacia el año 95. Cito extractando:

«El día del Señor [el domingo] fui arrebatado en espíritu y escuché detrás de mí una voz potente como de trompeta… “Lo que estás viendo, escríbelo en un libro y envíalo a las siete iglesias”… Me volví y vi siete candelabros de oro, y en medio de los candelabros como un Hijo de hombre, vestido de una túnica talar, ceñido con un cinturón de oro. Su cabeza y cabellos eran blancos, como la nieve, y sus ojos como llama de fuego… Tenía en su mano derecha siete estrellas, y de su boca salía una aguda espada de doble filo. Su rostro era como el sol cuando brilla en su apogeo. Cuando lo vi, caí a sus pies como muerto».

Ya la apariencia de Cristo ascendido al Padre no es la de los cuarenta días de resucitado, en los que trata amigablemente con sus discípulos, comiendo y conversando con ellos sobre el Reino… A partir de la ascensión a los cielos, la humanidad de Cristo se muestra ya infinitamente gloriosa y divina. Su más íntimo discípulo, Juan, el que en la Cena apoya su cabeza en el pecho de Cristo, al verlo ahora, cae en tierra como muerto.

«Él puso su mano derecha sobre mí diciéndome: “No temas, yo soy el Primero y el Ultimo, el Viviente. Estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Escribe, pues, lo que estás viendo: lo que es y lo que ha de suceder después de eso”» (Ap 1,9-19).

Juan apóstol cae en tierra como muerto al contemplar al Cristo glorioso… Recuerda la visión de Daniel (10). El Jesús que se le manifiesta no es el de rubios tirabuzones y dulce expresión muy humana. Es el Señor del cielo y de la tierra: «Contempladlo y quedaréis radiantes» (Sal 33,6).

 

Cartas a las siete Iglesias

Elige el Señor a siete Iglesias locales para dirigirles cartas. No hay opinión unánime para explicar por qué fueron éstas las elegidas entre tantas otras del Asia Menor. Quizá, simplemente, porque lo necesitaban más que las otras. El caso es que en la primera visión de San Juan «los siete candelabros de oro, las siete estrellas, son los ángeles de las siete iglesias»: Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardes, Filadelfia y Laodicea. Transcribo literalmente fragmentos de estos mensajes (Ap 2-3).

«Escribe al ángel de la Iglesia en Éfeso:

Esto dice el que tiene las siete estrellas en su derecha… Conozco tus fatigas, tu perseverancia… Has puesto a prueba a los que se llaman apóstoles, sin serlo, y has descubierto que son mentirosos… Pero tengo contra ti que has abandonado tu amor primero… El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios».

«Escribe al ángel de la Iglesia en Esmirna:

Esto dice el Primero y el Ultimo… Conozco tu tribulación, y las calumnias de los que se llaman judíos, pero que no son sino sinagoga de Satanás… No tengas miedo de lo que vas a padecer. El Diablo va a meter a algunos de vosotros en la cárcel. Sé fiel hasta la muerte y te daré la corona de la vida».

«Escribe al ángel de la Iglesia en Pérgamo:

Esto dice el que tiene la espada de doble filo. Sé que habitas donde está el trono de Satanás, pero mantienes mi nombre y no has renegado de mi fe… Pero tienes ahí a los que profesan la doctrina de Balaán, que enseñó a comer de lo sacrificado a los ídolos y a fornicar. Conviértete, pues, si no, vendré pronto a ti y combatiré contra ellos con la espada de mi boca. Al vencedor le daré el mana escondido».

«Escribe al ángel de la Iglesia en Tiatira:

Esto dice el Hijo de Dios: conozco tus obras, tu amor, tu fe, tu servicio, tu perseverancia, y que tus obras últimas son mejores que las primeras. Pero tengo contra ti que permites a esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñar y engañar a mis siervos a fornicar y a comer de lo sacrificado a los ídolos. No quiere convertirse de su fornicación. Mira, voy a postrarla en cama, y a sus hijos los heriré de muerte. Pero a vosotros, los demás de Tiatira, que no profesáis esa doctrina, os digo: Mantened lo que tenéis hasta que yo vuelva. Al vencedor, que cumpla mis obras hasta el final, le daré autoridad sobre las naciones, y le daré la estrella de la mañana».

«Escribe al ángel de la Iglesia en Sardes:

Esto dice el que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas. Conozco tus obras, tienes nombre como de quien vive, ero estás muerto. Se vigilante y reanima lo que te queda. Acuérdate de como has recibido y escuchado mi palabra; guárdala y conviértete. Tienes en Sardes unas cuantas personas que no han manchado sus vestiduras, y pasearan conmigo, porque son dignos. El vencedor vestirá blancas vestiduras, y no borraré su nombre del libro de la vida».

«Escribe al ángel de la Iglesia en Filadelfia:

Esto dice el Santo y Verdadero. Conozco tus obras, y aun teniendo poca fuerza, has guardado mi palabra y no has renegado de mi nombre. Mira, voy a entregarte algunos de la sinagoga de Satanás, los que se llaman judíos y no lo son, y se postrarán ante tus pies, para que sepan que yo te he amado. Porque has guardado mi consigna de perseverancia, yo también te guardaré de la hora de la tentación que va a venir sobre todo el mundo. Mira, vengo pronto. Mantén lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona. Al vencedor le haré columna del templo de mi Dios, en la nueva Jerusalén».

«Escribe al ángel de la Iglesia en Laodicea:

Esto dice el Amén, el Testigo fiel y veraz. Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. Y estoy a punto de vomitarte de mi boca. Tú dices: “soy rico, no tengo necesidad de nada”. Y no sabes que eres un desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo. Yo, a cuantos amo, reprendo y corrijo; ten, pues, celo y conviértete. Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono».

Estas cartas misteriosas, cada una, terminan diciendo: «El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias». La Iglesia vive en el mundo una gran batalla entre las fuerzas de Cristo y las de Satanás. Se manifiesta siempre Jesucristo como Señor, como dominador absoluto de la historia del mundo y de la Iglesia. Conoce bien las tentaciones y las victorias del Malo. Pero conoce también y alaba siempre a quienes se mantienen fieles, que a veces son pocos, un resto de Yavé. Y asegura que todos los que mantienen la fe en su nombre salvador recibirán premios grandiosos.

 

–Las siete trompetas

En el corazón del Apocalipsis se halla el septenario de las trompetas (8,2-14,5). En él se contem­plan los estremecimientos de la historia hu­mana en torno a la encarnación del Hijo de Dios, su Pasión y su Resurrección.

Siete ángeles van tocando sucesivamente las siete trompetas, que a un mismo tiempo designan cala­midades terribles y acciones salvíficas de la Providencia divina. A pesar de estos sones cósmicos de las trompetas angélicas, «el resto de los hombres, que no murió en estas plagas, no se arrepintió de las obras de sus manos… No se arre­pintieron de sus homici­dios, ni de sus maleficios, ni de su fornica­ción, ni de sus robos» (9,20-21). Más aún, como se ve también en el septenario de las copas, los hombres «blasfemaban de Dios a causa de sus penas, pero de sus obras no se arre­pentían» (16,11; +16,9). En efecto, los hombres, aplastados por las consecuencias intrínsecas de sus propios pecados, en vez de arrepen­tirse, echan la culpa de esas plagas a Dios.

En la quinta trompeta «una es­trella caída del cielo a la tierra», esto es, un demonio, «abrió el pozo del Abismo y subió del pozo una humareda como la de un horno grande, y el sol y el aire se oscurecieron con la humareda del pozo» (9,1-2). Comienza en el mundo a ser difícil para los hombres ver la realidad. Sigue a esto una plaga como de langostas, y en la sexta trompeta, una innumerable caballería misteriosa lleva la muerte a un tercio de los hombres.

En la séptima trompeta van a enfrentarse, por fin, definitivamente la cólera de Dios y las naciones encoleri­zadas contra Él. «Ya llegó el reino de nuestro Dios y de su Cristo sobre el mundo, y reinara por los siglos de los siglos… Te damos gracias, Señor, Dios todopoderoso, el que es, el que era, porque has cobrado tu gran poder  y entrado en la posesión de tu reino» (11,15-17).

 

En María se encarna el Hijo de Dios: estalla la gran batalla contra el Dragón infernal

Apocalipsis 12: «Apareció en el cielo una señal grande, una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas», gimiendo con dolores de parto. Y «apareció en el cielo otra señal, y vi un gran Dragón de color de fuego… Se paró el Dragón delante de la mujer para tragarse a su hijo en cuento pariese… La mujer huyó al desierto… Y hubo una batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles combatían contra el Dragón, y peleó el Dragón y sus ángeles, que no pudieron triunfar ni hubo lugar para ellos en el cielo».

«Oí una gran voz en el cielo: Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo, porque fue precipiado al Acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche.

Con la Encarnación del Hijo divino toda la histo­ria se acelera, sufre el mundo espasmos de gozo o de horror, y estalla una guerra tremenda. El Dragón, que no es sino «la Serpiente an­tigua, el llamado Diablo y Satanás, el se­ductor del mundo entero», frustrado por la encarnación, pasión, resurrección y ascensión del Mesías al cielo, y por la huída del Hijo de la Mujer, «se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús».

 

Las dos Bestias potenciadas por el Diablo

Apocalipsis 13. Así las cosas, «vi surgir del mar una Bes­tia» poderosísima, a la que el Dragón le dio su poder y su trono y gran poderío. Y «la tierra entera siguió maravi­llada a la Bestia», que durante cuarenta y dos meses blasfemó contra Dios. En ese tiempo se le dió a la Bestia diabólica «hacer la guerra a los santos y vencerlos», y se le concedió «poderío sobre toda raza, pue­blo, lengua y nación», de tal modo que su reinado vino a hacerse casi universal, pues le adoran «todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado».          

¿Qué harán, pues, los cristianos fieles en medio de esta apostasía generalizada?…

«El que tenga oídos, oiga. El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a es­pada, a espada ha de morir. Aquí se re­quiere la paciencia y la fe de los santos». Fidelidad y paciencia. Guardar la fe verdadera, sin concesión al­guna a la mentira. Participar en la paciencia de la Pasión de Cristo. Abandonarse a las penas que el mundo inflija, sean las que fue­ren, con un corazón firme en la esperanza: que sea lo que Dios quiera o per­mita. La victoria es de nuestro Dios y la de su Cristo glorioso.

Una segunda Bestia, menos poderosa, salida de la tierra, actúa como agente ideológico para la propaganda de la primera. Esta Bestia, realizando grandes señales y dotada de un poder de seducción inmenso, consigue que sean «exterminados cuantos no adoran la imagen de la Bestia. Y hace que todos, pe­queños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, se hagan una marca en la mano derecha o en la frente, y que nadie pueda comprar nada ni vender, sino el que lleve la marca con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre».

 

–Victoria final de Cristo y de su Iglesia

El septenario de las trompetas ex­presa la victoria final de Cristo y de sus santos con una gran liturgia. En ella «el Cordero, de pie sobre el monte Sión, y con él ciento cua­renta y cuatro mil que tenían su nombre y el nombre de su Padre inscrito en la frente», cantan «un cántico nuevo». Éstos son vírge­nes, y no se han contaminado con el adulterio y la fornicación de la idolatría, sino que han guar­dado «el tes­timonio de Jesús». Han sido fie­les al seguimiento del Cordero, por donde quiera que éste les llevara,  a veces hasta la pérdida de todo y la muerte. No se halló la mentira en su boca, ni nunca el Dragón, el padre de la mentira, tuvo poder sobre ellos. Han vencido al mundo y a su Príncipe, y son bienaventura­dos, pues han sido gratuitamente «rescatados de entre los hombres como ofrenda para Dios y para el Cordero» (14,1-5).

Resumo la exégesis de Jean Pierre Char­lier (Comprender el Apocalipsis, I-II): La Bestia es el Imperio romano, y con­cretamente Domiciano, que reinó del 81 al 96 (el Apocalipsis se escribió hacia el 95): «la Bestia sería este emperador que se hacía llamar Dominus et Deus», gran blasfemia, por la que se seculariza to­talmente el poder civil (I,254). Pero cuando Roma pase, «habrá otra Roma que tomará inevitablemente el relevo. Por consiguiente, [la Bestia] es todo edifi­cio político como tal, sea quien sea quien lo ejerza –Domiciano o cualquier otro– en la medida en que busca su poder, su autoridad y su trono fuera de Dios» (255). «Más allá de Roma y Domiciano, más allá del siglo I de nuestra era, éste [la Bestia] es cual­quiera que haga pesar su autoridad sobre los hom­bres, pretendiendo guiarlos fuera de los valores del Evangelio» (256), queriendo obligarles a aceptar su marca en la mano derecha o en la frente: esto es, en la conducta o en el pensamiento.

Con todo esto se forman, ine­vitablemente, «dos grupos antinómicos: el que reco­noce el sistema político, ideológico y económico, y, por otra parte, el que se desvincula de él para su ma­yor incomodidad: los adoradores idólatras y codicio­sos, y los verdaderos religiosos en espíritu y en ver­dad» (261). La victoria final es, ciertamente, de Dios y del Cordero, y de los fieles que han guardado la fe. «Sobre el monte Sión ya no hay Templo, sino sólo el Cordero. Ya no hay sacrificios de holocausto, sino la muchedumbre de los excluidos de la sociedad, resca­tados por Dios y su Cristo, transformados en obla­ción suprema» (268).

 

–No adorar a la Bestia

«Toda la tierra seguía maravillada a la Bestia... La adoraron todos los moradores de la tierra, cuyo nombre no está inscrito, desde el principio del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado» (13,3.8). En efecto, la Bestia realiza grandes signos, al tiempo que blasfema contra Cristo y persigue y vence a sus santos. Domiciano, el emperador, o el Es­tado sin Dios, da igual, se ha declarado Dominus et Deus, y todos han de aceptar su marca en la frente y en la mano de modo público y manifiesto. Sólo así se adquiere ese libellum imperial –cédula o carnet–, sin el cual se hace imposible comprar o vender, publicar escritos o enseñar, relacio­narse a niveles altos e influir socialmente.

Ante esta situación, el vidente del Apocalipsis, con apostólica solicitud y por encargo del mismo Señor, pone en guardia a los cristia­nos de su tiempo y a los de todos los siglos. «Escribe lo que has visto, lo que ya es y lo que va a suceder más tarde» (Ap 1,19). «Éstas son palabras ciertas y verdaderas de Dios» (19,9; 21,5; 22,6)… ¡Cuidado! ¡Reconoced a la Bestia, daos cuenta de que todo su poder lo ha recibido del Dragón in­fernal! (13,2). ¡No sucumbáis a su fascina­ción ni le deis culto! ¡No os fiéis de sus pa­labras ni promesas, que el Padre de la Men­tira es su alma falsa y engañadora! ¡No temáis por lo que ha­béis de sufrir! (2,10). Estad segu­ros de que Dios tiene medido el tiempo de esta Bestia, pues solamente «se le dio poder de actuar durante cuarenta y dos meses» (13,5). ¡Que nadie se rinda y ceda, que todos guarden fielmente la Palabra divina y el testimonio de Jesús! Y si alguno ha de ir a la cárcel o a mo­rir a espada, no dude en ir a la cárcel o a la muerte. Ahí es donde se manifestará la pacien­cia y la fe de los santos (13,10).

Y Juan apóstol y evangelista, con el mismo amor con que ex­horta a ser fieles a Cristo Esposo, en martirio y bo­das de san­gre, con el mismo amor amenaza, bus­cando que nadie se pierda... «Si alguno adora a la Bestia y a su imagen, y acepta la marca en su frente o en su mano [en su pensamiento o en su conducta], tendrá que  beber también del vino del furor de Dios, que está preparado, puro, en la copa de su cólera. Será atormentado con fuego y azufre delante de los santos Ángeles y delante del Cordero. Y la humareda de su tormento se eleva por los siglos de los siglos. No hay re­poso, ni de día ni de noche, para los que adoran a la Bestia y a su imagen, ni para el que acepta la marca de su nombre» (14,9-11; +21,8.27; 22,15).

* * *

Ya se comprende que no todos los cristianos necesitan absolutamente leer y estudiar el Apocalipsis. Después de todo, sus grandes luces pueden llegarle por los otros libros del Nuevo Testamento y de la Liturgia, por la Tradición y la predicación. Pero sí puede decirse que quien carece en gran medida de la visión histórica del Apocalipsis no entiende nada de la historia de la humanidad pasada y presente. Aunque sea un historiador sumamente erudito y prestigioso, si no tiene las luces del Apocalipsis, aunque conozca miles de datos anecdóticos, ignora el pasado, no entiende nada de lo que está viviendo en el presente, y desconoce absolutamente el futuro. No conoce la historia de la humanidad.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

 

 

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