He de confesar que de joven – cuando estaba acabando COU – tenía ya muy decidido que, Dios mediante, algún día sería doctor. Creo que fue por esa época – comenzando en el Seminario Mayor– cuando un flamante doctor en Teología nos predicó los ejercicios espirituales. Mi propósito doctoral se incrementó: Lo tenía claro. Algún día me doctoraría en algún campo del saber. Quizá en Filosofía o en Teología.
Los años, y los acontecimientos, fueron llegando, uno tras otro, y ese deseo de la primera juventud se hizo realidad cuando obtuve el doctorado en Teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma (la tesis la defendí a finales de 1999, pero la publicación de la misma – sin la cual no se expedía el título de doctor – se hizo en 2000).
Nunca me he arrepentido de ese esfuerzo, ni de ese título. Pero también soy plenamente consciente de que, una tesis y un doctorado, es un primer paso que, tomado de forma aislada, no significa gran cosa. Uno puede hacer el doctorado y quedarse ahí, estancado, o puede no hacerlo y llegar a ser alguien importante en un campo del conocimiento. El presidente del tribunal, al que me encontré paseando por Roma unos días más tarde, me aconsejó, muy sabiamente: “No se sienta atado a la tesis”.
Igualmente, como en todo, hay tesis y tesis. Algunas hacen historia – por ejemplo, la tesis de Maurice Blondel, “La acción”, que no solo fue su obra más importante, sino que sigue siendo una referencia de la historia del pensamiento – y otras, la mayoría, pasan sin pena ni gloria. Lo importante es que se hayan elaborado con rigor y que hayan sido evaluadas con justicia.
Está muy bien que los políticos sean doctores, si lo son “laboris causa” y no que lo sean, ya de jóvenes, “honoris causa”. Un político no necesita ser doctor – aunque si lo es, mejor -. Y digo que no lo necesita porque puede contar con el asesoramiento de muchas personas competentes en las diferentes materias.
Un político, como cualquier persona que haya de dar cuenta de una responsabilidad, ha de procurar ser prudente, tener buen criterio y considerar los consejos de los expertos – oírlos, al menos - . Luego, tendrá que tomar sus propias decisiones. Y eso siempre es arriesgado. Pero un gobernante está para eso, para tomar decisiones.
En la Iglesia sucede más o menos lo mismo. Hacen falta doctores, sin duda. Y hacen aun más falta, también entre los sacerdotes, personas doctas. Entre los signos de decadencia que nos acechan está esa especie de prejuicio según el cual lo que debe esperarse de un sacerdote es que sea “pastoral” – entiéndase por tal “párroco”, de un sitio o de otro - , sin que importe gran cosa que, ese pastoreo, se ejerza unido al conocimiento.
Los títulos académicos son importantes si se valora el saber. Estos títulos se degradan si se rebajan a un mero trámite para alcanzar mayores cuotas de poder. Se rebajan, asimismo, si el Estado – y hasta la Iglesia – cree que lo más práctico es gobernar, aunque sea sin prudencia, una pequeña o gran parcelita. En ese caso, la acreditación del saber se reduciría a mero “curriculum” instrumental. O sea, a la nada.
Guillermo Juan Morado.
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