En uno de los paneles de la bóveda de la Capilla Sixtina, obra de Miguel Ángel, se representa el pecado de Adán y Eva y la expulsión del paraíso terrestre. Parece que se trata de un fresco que es debido únicamente a Miguel Ángel, por entonces (más o menos en 1509) harto ya de ayudantes y no menos harto de las instrucciones del teólogo papal. La expulsión del paraíso no es un premio, sino un castigo, simbolizado por la espada que amenaza el cuello de Adán.
En el jardín de Dios todo iba bien. El desorden lo introdujo el pecado; es decir, la desconfianza del hombre hacia Dios. La expulsión del paraíso representa y concreta las consecuencias de esta desconfianza: la pérdida de la armonía. Ya nada será lo que era. Podrá ser mucho mejor – gracias a Cristo –, o mucho peor – si se rechaza a Cristo - .
Las utopías seculares han desposeído de fundamento este simbolismo. Para estas utopías, “Dios” es una cifra de lo que el hombre debería llegar a ser por sí mismo, y el “paraíso” un modo de denominar lo que el hombre podría lograr si se esforzase a fondo.
Hay visiones de la sociedad y de la vida que no prometen el paraíso, que dicen que la vida es una lucha muy dura y que, con trabajo y esfuerzo, quizá las cosas vayan mejor. Pero hay otras visiones, muy fraudulentas, que prometen dar lo que no pueden dar: el cielo en la tierra. El cielo es Dios y la comunión con Dios. No el resultado de un programa de ingeniería social.
Para un cristiano, la virtud de la esperanza debe ser un acicate para apostar porque lo (aparentemente) imposible se haga posible, pero no a cualquier precio. Merece la pena apostar por todo lo bueno, por todo lo noble, por todo lo justo. Sin duda. Pero siempre guardando esa sabia “reserva escatológica” que nos recuerda que cualquier jardín humano, por bello que se muestre, no es todavía el cielo. La honestidad debe empujar a ser conscientes de esta reserva.
Hoy vemos – en realidad, siempre – cómo las personas huyen de los paraísos fraudulentos, impuestos. Prefieren trasladarse a las selvas donde la lucha por la vida es la ley que resignarse a morir de inanición en los falsos jardines creados por ideologías contrarias a Dios y al bien del hombre.
Tras el fracaso de un régimen monstruoso como el de Hitler, muchos, en la Europa supuestamente liberada y libre, aclamaban a un monstruo igual o peor de malo: “¡Stalin!, ¡Stalin!”. De poco ha servido comprobar las bondades de Stalin y de otros “filántropos”.
Hoy también, en realidad siempre, vemos que, en nombre del bien, se aclaman los peores males; se ensalzan las cárceles como paraísos y se dibujan como jardines los desiertos: Cuba (de otro modo China), Corea del Norte, Nicaragua y, muy cercano a nosotros por tantos motivos, Venezuela, un país riquísimo donde la gente pasa hambre. Y la lista podría engrosarse mucho más.
La prueba de fuego está al alcance de quien quiera verla. Nadie es expulsado hoy, a diferencia de lo representado en la bóveda de la Sixtina, del “paraíso”. No son expulsados. Huyen de él. Prefieren incluso refugiarse en las selvas, en la certeza de que nadie les regalará nada. Pero sabiendo que tampoco les quitarán, a priori, la esperanza.
¡Tristes paraísos los laberintos de los que no se puede salir libremente! Aunque, como en los tiempos del demonio de Hitler, seguirá resonando la falsa salmodia de los que, como un mantra, repetirán desde sus cómodas poltronas: “Stalin, Stalin”.
No acabamos de aprender.
Guillermo Juan Morado.
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