Escribe Jose Manuel Cuenca: «Unas líneas que solo tienen el modesto propósito de reivindicar un capítulo esencial de una Universidad como la española, hodierno objeto de los dicterios más feroces por avatares y sucesos, al fin y a la postre de muy reducido calado en su contribución a la cultura española, han de concluir forzosamente con la apresurada alusión a uno de sus centros de mayor influencia en la cultura española contemporánea. El Instituto de Periodismo»
LA de Navarra de la «década prodigiosa». Recién fundada al inaugurarse el afamado decenio de la centuria pasada, el Alma Mater iruñesa, rectorada por el Opus Dei, estaba integrada por un elenco de, en conjunto, excelentes profesores –profesoras las había también, pero en pequeño número, compensado, en parte, por su generalizada excelencia– provenientes en elevada cifra de otros centros superiores del país.
Extraídos de los prestigiosos cuadros del Consejo Superior de Investigaciones Científicas así como de los de otras Universidades, catedráticos tales como el insigne edafólogo y primer rector de la Universidad José María Albareda; Juan Jiménez Vargas o Eduardo Ortiz de Landázuri en Medicina; Francisco Sánchez Rebullida, Jorge Carreras, Pedro Lombardía, Alvaro D´ Ors, en la Facultad de Derecho; Antonio Fontán Pérez, Federico Suárez Verdeguer, Manuel Ferrer Regales, Alfredo Floristán, en F. y Letras; junto con otros de la Escuela Superior de Ingenieros radicada en San Sebastián, etcétera, lograron introducir en sus seminarios y aulas un fermento creador en plazo de tiempo tan corto que aún llama a la sorpresa por su vigor e intensidad.
Casi todos ellos con magisterio muy acreditado en sus centros de origen se vieron acompañados en su flamante «aventura» navarra por discípulos muy aventajados que no tardaron, a su vez, en alcanzar nombradía y fueron a ocupar muy pronto cátedras en otras regiones españolas, a la manera, v. gr., de José Luis Comellas o el inolvidable Vicente Cacho.
Pues, en efecto, aunque algunas circunstancias semejaban propiciarlo, aquella Universidad estuvo alejada de cualquier tentación de gueto. Exceptuado un porcentaje mínimo de profesores de edad avanzada, su claustro se distinguió en todo momento por la voluntad de sus miembros de integrarse, en la mejor sazón de su edad y legítimas ambiciones intelectuales, y a través del muy notable sistema de oposiciones vigente en la época, en el cuerpo de catedráticos estatales con responsabilidades en el Alma Mater de las Facultades y Escuelas Superiores de la enseñanza oficial.
De este modo, la renovación era permanente, y un torrente de energía y afán de superación se trasvasaba sin tregua de todos o casi todos los Departamentos a muchos otros de una Universidad pública con la que nunca entró en pugilatos estériles y de la que invariablemente se sintió y proclamó deudora agradecida y honrada. No en vano, y desde los años veinte, la Universidad española gozaba –salvo paréntesis comprensibles por las vicisitudes de la historia nacional– de una salud roborante en casi todas sus áreas y dimensiones. En última instancia, sin su pujanza no puede, por ejemplo, entenderse el desarrollo del centro glosado a escasas fechas de su entusiasta y comprometido arranque.
Naturalmente, ciertas notas de su configuración y funcionamiento caracterizaban o prestaban una vitola propia a la existencia de la mencionada institución. Así, en el tiempo indicado, rasgo peraltado de su dinámica era el afecto y compenetración de sus diversos componentes con la empresa allí acometida. Más que de la diligencia de las fornidas empleadas, la limpieza de sus edificios reflejaba la obsesión de sus ocupantes por su cuido material.
En todos los servicios imperaba asimismo la racionalidad y la eficacia equiparables a las de los centros públicos más exigentes. Pese a que su distribución suscitaba encendidas críticas en parte de sus usuarios, la Biblioteca, modelada por el eximio romanista Alvaro D’Ors, constituía la alquitara de todo el buen, casi insuperable servicio que singularizaba a la Universidad. El respeto al estudio era máximo por todos, sin por ello llegar a extremos caricaturescos de rigidez o inflexibilidad. Se tenía por sus usufructuadores la clara conciencia de que las horas de austera silla ante las cuartillas o los libros hacían crecer cosas muy queridas por toda persona honesta con noción del prójimo y la solidaridad. Sin infantilismos, existía una noble rivalidad entre ciertos profesores para ver los que, con provecho, más horas estaban en su recinto. (¡Sentadas interminables del sagaz y enciclopédico estasiólogo granadino José Zafra!).
La visita frecuente y anunciada de algún alumno o graduado servía de eufórico y estimulante contraste de los conocimientos recién adquiridos, perfilados o modulados. De otra parte, al hilo de lo escrito, es de obligada alusión que, a la fecha, el servicio de Documentación de dicha biblioteca, todo él gestionado por laboriosas y expertas manos femeninas, es muy probablemente el mejor de Europa, con consultas y visitas del lado de investigadores en cantidad asombrosa.
Con dicha temperatura ambiental se podía uno hacer fácil idea de cómo las enseñanzas impartidas en sus aulas debía responder en líneas generales –había, claro es, manquedades, déficits, mediocridad o, en dosis homeopática, dogmatismo– a pautas de rigor, al mismo tiempo que de actualización. El clima imperante en las Facultades Humanísticas, y así semejaba ser en las restantes, era el más favorable para el espíritu creador y autónomo. Sabedores los altos responsables de la Universidad de que en mayor o menor medida los profesores creían o aspiraban a creer en la trascendencia, no circulaban, desde luego, ni directrices ni consignas algunas en materia ideológica o religiosa.
Unas líneas que solo tienen el modesto propósito de reivindicar un capítulo esencial de una Universidad como la española, hodierno objeto de los dicterios más feroces por avatares y sucesos, al fin y a la postre de muy reducido calado en su contribución a la cultura española, han de concluir forzosamente con la apresurada alusión a uno de sus centros de mayor irradiación e influencia en la sociedad y cultura españolas contemporáneas.
El Instituto de Periodismo –convertido en Facultad de Ciencias de la Información en 1971–, cuyo creador, Antonio Fontán, tuvo en otro sevillano, Ángel Benito, un colaborador de primer plano y ascendiente, será destacado, cuando el sectarismo imperante en el campo de la historiografía contemporaneista dé paso a la reconstrucción del pasado reciente, sine ira et studio, de la España del tardofranquismo, como un organismo crucial en la formación de unos cuadros periodísticos revelados como palestra a la vez que clave en la llegada y asentamiento festinado de la democracia.
El bagaje técnico de dichos elementos se mostró, en la decisiva prueba, insuperable, otorgando al estamento galvanizado por dichos planteles el plus de legitimidad indispensable para erigirse no sólo en «El Parlamento de Papel» de la nación, sino también en su conciencia crítica y, en ancha medida, motriz. Siquiera fuese por solo esta contribución, la más acendrada Alma Mater del solar ibérico ha de estar agradecida a la última en el tiempo, aunque no en el valor de sus expresiones.
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