¡Dichosos…! He aquí lo que ha sido considerado desde siempre, desde hace más de dos mil años, como el resumen de todo el Evangelio, las bienaventuranzas, la buena noticia, un anuncio de felicidad.
Pero, ¿de qué felicidad se trata? ¿y para cuándo? ¿para la vida presente o para el “más allá”?
La bienaventuranza es una fórmula de felicitación de la que encontramos muchos ejemplos en el Evangelio: “Dichosa tú que has creído” (Lc 1), “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11) “Dichosos los que escuchan el mensaje de Dios y lo cumplen” (Lc 11), “dichosos vosotros si entendéis estas cosas y las ponéis en práctica” (Jn 13), etc. No se trata tanto de un deseo o de una promesa, se constata la felicidad y se proclama la felicidad de hecho. Los destinatarios son ya felices en el momento en el que se les felicita.
Las bienaventuranzas con que se abre el Sermón de la montaña hablan de personas que actualmente son dichosas o, en todo caso, que lo serán en el momento en que vayan a padecer malos tratos. Quizá no se dan cuenta de ello y tendrán que tomar conciencia de su dicha, pero la verdad es que son dichosas.
Las bienaventuranzas siguen interpelándonos hoy: cristianos ¿os dais cuenta de que sois felices? Y si no lo sois, las bienaventuranzas os obligan a preguntaros por qué. Jesús quiere hacer de sus Discípulos personas dichosas, no concibe otro plan.
Hay muchas maneras de entender la dicha. Para muchos está vinculada a la idea de posesión: es feliz el que posee todo lo que desea. No es así como Jesús entiende la felicidad. A otros les gustaría reducir la dicha a contentarse con lo que se tiene, pero no es esa la perspectiva de la bienaventuranzas, que van dirigidas a personas insatisfechas. La dicha de las bienaventuranzas no excluye el sufrimiento. Hemos de revisar nuestro concepto de felicidad, que debe basarse en tener un proyecto personal que valga la pena.
Jacques Dupont
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