Por supuesto que las diferencias entre católicos y protestantes son notorias. La fundamental, nada menos que las fuentes de la revelación y el magisterio. Los católicos tenemos dos fuentes de revelación: la Escritura y la Tradición, interpretadas correctamente por el Magisterio. Los protestantes, evangélicos o similares solo tienen la Escritura como fuente de revelación, y no reconocen un Magisterio. Siguen en su libre interpretación.
Tras quinientos años, las consecuencias son evidentes. La Iglesia católica, pese a todos los pesares, se mantiene unida bajo la autoridad y el magisterio del sucesor de Pedro y los obispos. Las iglesias evangélicas son cientos o miles. Normal. Si no hay autoridad, cada cual piensa lo que quiere y tiene los seguidores que tiene. Cristianos separados fruto de la rebelión luterana, aunque sean anti papado, en el fondo sienten envidia por la figura del sucesor de Pedro, porque reconocen que gracias al papa nos mantenemos unidos en fe, doctrina, liturgia y caridad. Memos seríamos si pusiéramos en jaque la unidad de la Iglesia.
Un reino dividido no puede subsistir. Una casa dividida contra sí misma, no puede subsistir. Una Iglesia que se divide y subdivide no puede subsistir.
A uno le preocupan esos resquicios de los que hablaba ayer y que no dejan de ser, en el fondo, torpedos en la línea de flotación de la unidad de la Iglesia. Lo tenemos en la aplicación de Amoris Laetitia, con interpretaciones no solo discrepantes, sino incluso abiertamente contradictorias entre obispos de Argentina y Malta, o Ucrania y Polonia. No resulta para nada edificante la pelea pública entre el cardenal Marx y el arzobispo Chaput a propósito de la posibilidad de una bendición para las parejas homosexuales. Son dos ejemplos, pero que pueden ser completados con otros muchos que mis lectores sabrán señalar.
Me preocupa hoy de manera especial leer que los cardenales del llamado G-9, esos cardenales que se reúnen con el papa para reflexionar sobre la marcha de la Iglesia, hayan puesto sobre la mesa la posibilidad de dotar a las conferencias episcopales de autoridad doctrinal. Tema serio y peliagudo. Porque aquí no hablamos de cosas de derecho positivo, de temas pastorales concretos, sino de autoridad doctrinal. Esto, que puede ser considerado algo magnifico, porque significa descentralizar, en el fondo tiene un peligro gravísimo, que es el de acabar con la unidad de la Iglesia en algo tan clave como la doctrina.
Más aún. Cada obispo es un sucesor de los apóstoles. Y nos puede suceder que una conferencia episcopal doctrinalmente diga A, y uno de los obispos de la misma diga que por ahí no pasa y que en su diócesis rien de rien.
Esto, si es así, miedo me da que acabe en una Iglesia dividida, fragmentada en diversas interpretaciones y distinta doctrina según la conferencia. Prudencia, que un reino dividido no puede subsistir. Prudencia porque “te pido Padre para que sean uno y así el mundo crea”. Mucho me temo que estemos pretendiendo hacer las cosas al revés. Y no pido uniformidad, que no. Pero es que dar autoridad doctrinal a las conferencias tiene sus riesgos. Ya sé lo que me van a decir. que sería en algunas cuestiones. En definitiva, otro resquicio. Se abre el melón ¿y quién lo cierra?
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