18 de marzo.

Lecturas del Domingo 5º de Cuaresma – Ciclo B

Primera lectura
Lectura del profeta Jeremías (31,31-34):

Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor–. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días –oráculo del Señor–: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: “Reconoce al Señor.” Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.

Palabra de Dios

Salmo
Sal 50

R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R/.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R/.

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (5,7-9):

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando es su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.

Palabra de Dios

Evangelio


Lectura del santo evangelio según san Juan (12,20-33):

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Les aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

Palabra del Señor

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Homilía para el V domingo de Cuaresma B

En el pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que, mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. “Señor —le dijeron—, queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre griego; y ambos “fueron a decírselo a Jesús” (Jn 12, 22).
En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre” (Jn 12, 23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos, judíos y paganos, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.
A esta luz comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje evangélico: “Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32), así como el comentario del Evangelista: “Decía esto para significar de qué muerte iba a morir” (Jn 12, 33). La cruz: la altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.

El texto de Jeremías que hemos escuchado en la primera lectura de la Misa es uno de los más bellos de la Biblia sobre la conversión. Primero de todo él la describe no como un simple cambio de comportamiento, o como una sustitución de un “yo” por otro “yo”, sino como un cambio profundo del corazón. Y por este cambio del corazón es necesario entender no solo un corazón más puro, un corazón que desea cosas mejores, sino más bien un corazón que esté profundamente impregnado del Espíritu Santo, hasta desear todo lo que Dios mismo desea. “Pondré mi ley en lo más profundo de su ánimo; la escribiré en su corazón… Ellos no tendrán más necesidad de instruirse recíprocamente… Todos en efecto me conocerán, de los más grandes a los más pequeños”.
Se trata de una obediencia “radical” a Dios. Radical porque radical es la obediencia que parte de la raíz (radix) misma de nuestro ser. Pero ¿cómo Dios realiza este cambio? No hay otro camino que aquél que Cristo nos ha enseñado, aquél que él mismo utilizó.
La lectura de la Carta a los Hebreos nos habla de las oraciones de Jesús “con fuertes gritos y lágrimas”, agregando que aprendió la obediencia con sufrimiento (por las cosas que padeció). Todos hemos hecho la experiencia que las cosas más importantes de la vida se aprenden con sufrimientos mucho más que por una vida de estudio o acomodada. El texto también agrega que Cristo se volvió una fuente de salvación para todos aquellos que lo obedecen. Nosotros entonces estamos llamados a obedecerlo, como él mismo obedeció al Padre, con la misma obediencia radical, esto es mediante la entrega radical de todo nuestro ser en sus manos. ¿Y cómo podemos aprender la obediencia, si no como la ha hecho él mismo, esto es a través de los sufrimientos?
Por esto nos dice el Evangelio: “Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo, pero si muere, produce mucho fruto. Quién ama su vida la pierde; y quien la pierde en este mundo, la conservará para la vida eterna”.
¿Cuál es el sentido de esta pequeña frase enigmática que encontramos un cierto número de veces en el Evangelio (bajo formas ligeramente diferentes): “quién ama su vida la pierde, quien pierde su vida en este mundo la salva para la vida eterna”? Salvar la propia vida significa mantenerla, agarrarse a ella por temor a la muerte: perder la vida quiere decir: dejarla ir, despegarse, aceptar morir. Lo paradójico es que aquél que teme a la muerte ya está muerto, mientras aquél que no tiene más miedo de la muerte, ya comenzó a vivir en plenitud. ¿Pero por qué alguien debería estar pronto a sufrir y a morir? ¿Esto tiene sentido? La palabra clave aquí es “compasión” (sufrir con).
Lo que Jesús quería eliminar absolutamente era el sufrimiento y la muerte: el sufrimiento del pobre y el oprimido, el sufrimiento del enfermo, el sufrimiento y la muerte de todas las víctimas de la injusticia. La única manera de destruir el sufrimiento es renunciar a todos los valores de este mundo y sufrir sus consecuencias. Sólo la aceptación del sufrimiento puede vencer en el mundo al sufrimiento (paradoja). El sufrimiento es parte de la vida, porque somos necesitados y la necesidad no satisfecha lo produce. La compasión puede destruir el sufrimiento, sufriendo con aquellos que sufren y en lugar de ellos. Una simpatía por el pobre que no estuviese lista a compartir sus sufrimientos, sería una estéril emoción. No se puede tener parte en la bendición de los pobres, sin estar listos a compartir sus sufrimientos. Se puede decir lo mismo de la muerte.
Decía en una ocasión el papa emérito Benedicto XVI: “Morir duele; morir asusta; no sólo la muerte con la cual se termina el peregrinar en esta vida; sino todas las muertes, todas las renuncias, todos los descubrimientos que lo que nos gusta está mal, que lo que nos resulta cómodo está mal, que aquello que da placer está mal y que debe ser abandonado. Obviamente no se ha de entender que todo lo que gusta, es cómodo o da placer está mal; eso sería absurdo. Hay mucho de lo que nos gusta, es cómodo o da placer que es bueno, pero otro mucho es malo. Estas últimas cosas son las que producen incomodidad, malestar, crisis cuando hay que abandonarlas por ser malas. Aquellas que están bien forman parte del plan de Dios para la realización del hombre ya en su peregrinar. Renunciar a lo que es muerte, para vivir lo que es vida es un programa exigente, pero es el mejor.”
Es precisamente esto que Jesús ha hecho por nosotros. Es esto de lo que hacemos memoria (estar presentes en esa realidad) en estas semanas. Alcanzamos en la Eucaristía la fuerza para seguir sus pasos, vamos también acompañados por María nuestra madre.

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