“Nos queremos, ganamos lo bastante para ser independientes… ¿qué más nos hace falta para casarnos?”. A quienes así razonan, antes que nada habría que preguntarles qué entienden con ese “nos queremos”.
Pues, en efecto, la de “amor” es una de las palabras más usadas… y de las que más se abusa. Se habla de amor entre dos novios o esposos, pero también de “hacer el amor”: algo que, en realidad reducido a pura fisiología, es como una mueca de amor, un falso jugar a quererse. Por eso es conveniente que quien se prepara para el matrimonio reflexione antes que nada sobre el amor humano y sobre esa plenitud suya que es el amor conyugal.
Suele comenzar el enamoramiento como un amor sentimental, como un amor estético y afectivo o de simpatía. A medida que los dos se van conociendo se instaura una sintonía de caracteres y aumenta el mutuo deseo de conocerse más y estar juntos. El amor sentimental tiene un carácter espontáneo, no voluntario. Nadie “decide” enamorarse de una persona, sino que, sin saber bien cómo y porqué, empieza a sentir afecto y ternura por ella. Y esto no es debido sólo a los aspectos atrayentes o agradables del otro, sino al surgir de una particular “congenialidad”.
De cualquier modo, se trata de un amor que el sujeto “padece” y que, por su índole prevalentemente pasiva, también es llamado “amor pasional”. Aun cuando a menudo se viva con gran fuerza, no deja de ser un sentimiento y, en cuanto tal, está sujeto a distintos factores inconstantes. En todo caso, ese amor es necesario, como también lo es una cierta “idealización” del novio o de la novia, que magnifica sus cualidades reales. Pero en esta fase inicial, y a pesar de que todo amor, lejos de ciego, resulta clarividente, el conocimiento recíproco entre varón y mujer es todavía muy reducido, pues deriva sobre todo de la atracción y el sentimiento.
El amor sentimental tiende a la plenitud que todo amor promete: en todos está presente, con más o menos conciencia, el imperativo de un amor duradero, eterno, que sólo la persona íntegra logra alcanzar. Semejante grado de amor únicamente puede obtenerse a través de la recíproca y plena donación, que no hay que confundir con el mero comercio de los cuerpos. Cabría ejemplificarlo con este diálogo hipotético entre dos enamorados:
- Te quiero, y desearía demostrártelo regalándote lo mejor que tengo.
- Pues lo mejor que tienes y podrías entregarme es tú misma.
- Entonces de acuerdo: te doy mi vida, te doy todo lo que soy.
- Pues yo también, durante toda mi existencia, seré todo y sólo tuyo.
También los regalos con que se obsequian los enamorados con un símbolo de la donación de ellos mismos. “¿Regalo, don, entrega?” ¡Símbolo puro, signo! de que me quiero dar”, escribió con acierto Salinas.
El amor de donación supone reconocer y querer el bien de la amada o del amado: su bien más real y concreto, no un bien genérico, difuminado y confuso en una nube de efluvios románticos. El amor esponsal es un acto de donación: ofrecerse uno mismo al otro con total gratuidad. No es sólo el placer, ni sólo el afecto; se trata de dar, pero de dar lo que el otro desea y necesita: no lo que deseamos y “necesitamos” darle nosotros. La alegría profunda y duradera, efecto del amor en su sentido más elevado, nace justo de este inmortal donarse gratuito; no con vistas a un determinado interés o al placer; siempre efímeros.
¿Cómo entender mejor la importancia de esta reflexión? Considerando que la nuestra es una sociedad teñida de individualismo egocéntrico y de utilitarismo, que engendra una civilización del “usar y tirar” o, como ha escrito el Papa, “una civilización de las cosas y no de las personas; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. En el contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros” (Juan Pablo II, Carta a las familias, n.13).
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