2 de Julio.

Homilía para el XIII domingo durante el año A

Este evangelio es un poco desconcertante –como el Evangelio lo es a menudo. La segunda parte, sobre el recibir al otro, y en particular el recibir (acoger) el mensaje de Cristo, es tranquilizador y fácil de comprender. Este mensaje se puede poner en paralelo con la historia del Libro de los Reyes, que nos habla del profeta Eliseo, como primera lectura. La primera parte del texto, afirma: “Aquél que ama más a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí”, esto es difícil de entender, es como si hubiese una competición entre dos amores. No es por tanto conforme a la imagen de Dios que Jesús nos revela habitualmente.

De hecho, entre el Evangelio del domingo pasado (Mt. 10, 26-33) y este de hoy (Mt. 10, 37-42), hay un pequeño pasaje que los autores del leccionario de la misa han dejado de lado, pero que es necesario para entender nuestra página de hoy. Se trata del pasaje donde Jesús dice: “No deben creer que he venido a traer paz a la tierra… Yo vine a separar al hombre de su padre, a la hija de su madre… a poner por enemigos a los de la propia casa”. Es cierto que este texto tampoco es fácil, pero el sentido es claro. El sentido es que la paz que Jesús vino a traer al mundo no es una paz “a cualquier precio”. No es una paz como “la puede dar el mundo”. No es la paz que consiste en un compromiso con el orden establecido, aún cuando este orden hace injusticia con Dios, con los más pequeños y débiles. No es la paz anunciada por los falsos profetas que lo único que desean es ser aceptados y aplaudidos, sino más bien la paz anunciada por los verdaderos profetas, que es fruto del restablecimiento de un orden justo que tiene sus ecos en el Magnífica: “Derriba del trono a los poderosos, eleva a los humildes… llena de bienes a los hambrientos, despide a los ricos con las manos vacías”.

Cualquiera que haya elegido servir a Dios y no al Dinero –quien haya elegido vivir según los preceptos del Evangelio y de aceptar todas sus consecuencias- puede esperar que en ciertas circunstancias su elegir responsable lo enfrente a otros, inclusive, a su propio entorno, comprendido parientes y amigos.

Es entonces que siguen estas palabras de Jesús “si alguno ama más a su padre o a su madre que a mí, no es digno de mí”. Fuera de esta situación de conflicto entre elegir el Evangelio y aquello que es opuesto, es evidente que no pueda haber oposición ni siquiera tensión entre el amor de Dios (1er mandamiento) y el amor a los padres (4º mandamiento)

El Hijo de Dios se dio todo entero a su misión. Según la carta a los Filipenses, el no se quiso “atar” a su condición de Dios; sino que se anonadó (se vació); el renunció a todos sus derechos para hacerse uno de nosotros. Aquél que quiera guardar su vida, es decir aquél que se aferra a su vida como una propiedad privada y que está enroscado sobre sí mismo, ha ya perdido, en realidad, su vida, porque así la ha vaciado de sentido. Pero el que acepta la cruz, quién acepta vivir los conflictos nacidos de la fidelidad al Evangelio (no conflictos a causa de nuestra miseria), el que acepta conformar su vida al Evangelio aunque implique elegir entre Jesús y sus más próximos, ese posee ya en plenitud la vida –incluso, en el caso de los mártires, cuando elegir a Dios lo pueda llevar a la muerte física.

Para aquellos que lo han seguido en este espíritu, a sus Apóstoles, Jesús dio el nombre cariñoso de “pequeños”. Es por eso que un vaso de agua a “uno de estos pequeños” no quedará sin recompensa. Este tendrá, dice Jesús, recompensa de profeta. La frase “recompensa de profeta” no significa la recompensa que se adapte a un profeta, sino más bien que uno recibe a un profeta – un verdadero profeta como Eliseo – que, donde quiera que vaya suscita la vida.   Así como una recompensa de hombre justo, significa que uno la recibe de un hombre justo.

Este Evangelio es muy exigente. Nos llama a la hospitalidad, a recibir, especialmente, a acoger a los pequeños, pero también a una hospitalidad ordenada, donde hay un orden importante, y elegir a Cristo cada vez que las circunstancias o las personas nos obliguen a elegir entre ellas o Él, es nuestro primer deber. ¿Qué sería del hombre sin Cristo? San Agustín señala: «Una inacabable miseria se hubiera apoderado de ti, si no se hubiera llevado a cabo esta misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si Él no hubiera venido al encuentro de tu muerte. Te hubieras derrumbado, si Él no te hubiera ayudado. Hubieras perecido, si Él no hubiera venido» (Sermón, 185,1). Entonces, ¿por qué no elegir a Cristo en nuestra vida?

Que María santísima nos ayuda siempre a elegir bien.

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