El reto de vivir sin dinero

Escribe Pablo Alzola en Aceprensa: “Sé el cambio que quieres ver en el mundo”. Estas palabras de Mahatma Gandhi tuvieron un fuerte impacto en Mark Boyle, un empresario irlandés asentado en Bristol que, en noviembre de 2008, tomó una decisión radical: vivir sin dinero durante un año. 
Hoy son varias decenas de personas las que siguen el ideal de Boyle y viven con él. En sus experiencias y reflexiones resuena el eco de otras tantas utopías llevadas a cabo en tiempos de crisis, como protesta contra una sociedad excesivamente preocupada por el consumo material. Los sorprendentes parecidos de la aventura de Boyle con la que pudo ser la primera utopía individual, la de Henry David Thoreau, sirven para iluminar la filosofía que anima estos fenómenos sociales.
“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido”. Estas palabras, escritas por el pensador estadounidense Thoreau (1817-1862) en Walden, bien podrían proceder del libro Vivir sin dinero de Mark Boyle, recientemente publicado en castellano. No es casualidad que Boyle mencione a Walden como uno de sus libros de cabecera de su primer año sin dinero. Aunque son más de ciento cincuenta años los que median entre Thoreau y Boyle, la historia parece repetirse paso por paso. ¿Por qué?

Un puritanismo secularizado
A comienzos del siglo XIX, Estados Unidos vivió lo que algunos historiadores han llamado el Segundo Gran Despertar. Según explica Louis Menand en su ensayo sobre las ideas en América, entre 1800 y la víspera de la Guerra de Secesión el número de predicadores per cápita se triplicó, prosperaron numerosas Iglesias y denominaciones cristianas (metodistas, mormones, adventistas, unitarios, baptistas, etc.) y nació un movimiento intelectual cuya influencia llega hasta nuestros días: el trascendentalismo.
En el fondo, el trascendentalismo no era sino un puritanismo secularizado. El protagonismo de la conciencia individual –capaz de acceder por vía de intuición a lo espiritual–, la creencia en la bondad innata del individuo, la necesidad de seguir los impulsos del propio interior –el “genio” del que tanto hablaba el trascendentalista Emerson– o la virtud transformadora del sacramento cristiano trasladada al contacto con la naturaleza son algunos de los rasgos que el trascendentalismo tomó de la espiritualidad puritana de los primeros colonos, debilitada con el paso de los años.
Guiado por estos ideales, Thoreau se decantó por una opción radical: dejarlo todo e irse a vivir a los bosques junto a la laguna de Walden, en Massachusetts. Quería apartarse de la “vida de locos” de sus contemporáneos, afanados –según escribe en Walden– en “acumular riquezas donde roen la polilla y la carcoma, donde los ladrones abren brechas y roban”. “Hasta que no nos perdamos o, en otras palabras, hasta que no perdamos el mundo, no empezaremos a encontrarnos a nosotros mismos y a advertir dónde estamos”, sentenciaba Thoreau.

El nuevo puritano

Unos ideales similares impulsaron a Mark Boyle a dejar la vida que llevaba para trasladarse a vivir en una caravana de segunda mano en medio de la naturaleza, a las afueras de Bristol. En opinión de Boyle, tenemos un sistema financiero que nos invita a vivir muy por encima de nuestras posibilidades: “Estoy cansado de entregar mi dinero a un banco que, por ético que afirme ser, persigue en todo caso el crecimiento económico infinito en un planeta finito”.
Boyle apuesta por lo que podría llamarse una “economía del don”, donde el acto de compartir tenga un mayor peso que el de comprar o vender. En Vivir sin dinero (Capitán Swing, Madrid, 2016) lo expresa de forma radical: “Creo que la prostitución es al sexo lo que comprar y vender es a dar y recibir: el espíritu con el que se lleva a cabo uno y otro acto es significativamente distinto”. Muchas de nuestras relaciones se sustentan sobre transacciones monetarias: esto propicia la desconexión entre las personas, así como la competitividad entre ellas. Aquí radica, según Boyle, el germen de la verdadera pobreza: “En el Reino Unido la mayor parte de la pobreza no es pobreza material, sino pobreza espiritual; un estado mental en el que la satisfacción solo proviene de la búsqueda del beneficio material”.
Estas razones llevaron a Boyle a basar su vida en lo que llama la “ley de la cadena de favores”, que “consiste en dar y recibir desinteresadamente”. “Que alguien haga algo por nosotros por el mero placer de hacerlo, sin expectativa alguna de recibir nada a cambio, es un acto muy poderoso; en especial en el siglo XXI, cuando se nos enseña a cuidar de nosotros mismos por encima de todo”, sostiene. En este sentido, el acto con el que dio comienzo a su utopía individual fue toda una declaración de principios: ofrecer una comida de tres platos gratis para 150 personas. Esta misma ley es la que subyace al movimiento Freeconomy, promovido por el mismo Boyle desde unos meses antes de dejar el dinero: una plataforma donde personas de todo el mundo pueden dar y recibir bienes y servicios de forma gratuita, a nivel mundial.

Conocer el mundo a tientas

Entre las variadas peripecias de su año sin dinero, Boyle decidió guardar silencio durante una semana: “Con demasiada frecuencia, las palabras carecen de profundidad y sustancia”. Según cuenta en el libro, buscaba recuperar el control de sus palabras, tomar más conciencia de sus actos, empezar a conocer el mundo “a tientas”, de forma más intuitiva: “La nuestra es una cultura que se ha intelectualizado mucho, en la que quienes sienten y comprenden las cosas intuitivamente obtienen mucho menos reconocimiento”. También en estas reflexiones se advierte el eco de las de Thoreau: “Los niños que juegan a la vida disciernen su verdadera ley y sus relaciones con mayor claridad que los hombres”.
Paradójicamente, nuestra sociedad de la inmediatez puede dar lugar a una desconexión no solo de las otras personas, sino también de las cosas que consumimos o poseemos. Boyle cita el contraejemplo de un amigo suyo, fabricante de sillas de madera de sauces que él mismo cultiva: “Sé cuánto tarda en hacerlas, desde sembrar los plantones hasta ensamblar los listones. Conozco el verdadero valor de esa silla y trasciende el dinero”. De modo parejo, Thoreau se detenía en contar cómo levantó su cabaña con sus propias manos, cómo elaboró su propio pan o cultivó judías. “Fue una experiencia singular el largo trato que cultivé con las judías –escribe en Walden–, pues al hecho de plantarlas, cavarlas, cosecharlas, trillarlas, recogerlas y venderlas, podía añadir el de comerlas, ya que las probé. Estaba decidido a conocer a las judías”.

El reverso de las utopías

El proyecto vital de Mark Boyle no duró solamente un año: aún sigue vigente, aunque ahora se trata de una utopía comunitaria. Ironías de la vida, fue el dinero que Boyle ganó con su libro –75.000 ejemplares vendidos en diecisiete países– el que le permitió comprar una pequeña granja de permacultura en Galway (Irlanda). Según cuenta Miles Brignall en un artículo para The Guardian, alrededor de treinta personas viven o trabajan en esta granja, formando una comunidad sin dinero. Una de sus reformas más exitosas fue la transformación de una vieja pocilga en el primer pub sin dinero, levantado a partir de materiales reciclados, al que llamaron “The Happy Pig”.
Pero ninguna utopía es perfecta: junto a ideales tan admirables como los de la economía del don, el contacto con las cosas o la recuperación de un conocimiento más intuitivo encontramos algunas grietas. Si bien el atractivo de la propuesta resulta innegable –sostenibilidad y compromiso con el entorno, con un toque de romanticismo–, el precio a pagar por ella es quizá demasiado alto, valga la paradoja.
Con la vuelta a lo local, “nos perderíamos la riqueza (la no monetaria, la puramente cultural) que siempre se ha derivado de los intercambios comerciales o de las migraciones. ¿Es lo que ahora necesita el mundo, un repliegue hacia lo comunitario, hacia lo más próximo?”, se pregunta Cristina Vallejo en ABC Cultural, al tiempo que elogia la valentía de Boyle. En efecto, lo que parecía un camino para recuperar la conexión con el otro puede convertirse, con el paso del tiempo, en un amor utópico hacia la humanidad que se concreta en una vida de miras excesivamente cortas.

Por otra parte, aunque la utopía parece funcionar a nivel individual, o incluso de pequeña comunidad, ¿qué ocurriría si esta se extendiera a nivel nacional? A tenor de Vallejo, “ciertas propuestas políticas y algunas decisiones de electorados tan diversos como el británico, el alemán, el francés, el austriaco y el estadounidense... están retomando visiones comunitaristas y localistas frente a las cosmopolitas y suscitan más que reparos”. El canto de sirena de Walden parece haber embrujado a algunas sociedades de Occidente. ¿Valdrá la pena dejarlo todo para seguir su llamada?

Pablo Alzola
aceprensa.com</span>

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