12 de febrero.

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Homilía para el VI domingo durante el año A.

 En el año 1983 se promulgó en la Iglesia una revisión del Código de Derecho Canónico, lo que trajo consigo a su vez, en años posteriores, una revisión, ajustada al Concilio Vaticano II de todas las aplicaciones jurídicas, así como también de las Constituciones de muchas Órdenes Religiosas. Tampoco es extraño que en tantos países se realizan enmiendas de las propias Constituciones.

Ahora bien, cuando leemos el Evangelio de hoy en el que dice Jesús en diversas ocasiones: “Se os ha dicho…pero yo os digo, es muy posible que nuestra primera impresión sea la de que Jesús está sencillamente llevando a cabo algunas enmiendas a la Constitución de Israel o tratando de poner al día el “Código de Derecho Canónico del Antiguo Testamento”.

Ahora bien, si estudiamos atentamente las palabras de Jesús, nos damos cuenta de que exige de sus oyentes un cambio mucho más radical. No se trata de un cambio de la ley sino de la relación a la ley –cambio que requiere una conversión del corazón y no de la ley. Jesús no instaura un nuevo legalismo más exigente que el de los Fariseos. Lo que él hace es reemplazar las exigencias del legalismo por las exigencias, mucho más exigentes (valga la redundancia), del amor. No establece una nueva justicia, que pueda ser mucho más rigurosa, enseña las exigencias del amor, que van mucho más allá de lo que pueda pedir la estricta justicia.

En nuestros días nos hemos ido dando cuenta de que no respetamos colectivamente los derechos de determinados sectores de la Sociedad. Y por ello hemos publicado no pocas cartas afirmando los derechos de las mujeres, por ejemplo, o los de los niños, o de los minusválidos, también de los homosexuales, etc. Todo lo cual es sumamente importante e incluso necesario, cuando no se quiere cambiar la verdad de las cosas. Pero mientras respetemos los nuevos derechos de la misma manera que respetábamos los antiguos códigos, seguimos viviendo bajo el Antiguo Testamento, y corremos peligro de llegar a no pocas injusticias.

La justicia humana consiste en el respeto de diversos derechos, los cuales han sido establecidos por las convenciones de una sociedad particular. Así, por citar un ejemplo, en una cultura en la que la esclavitud formaba parte de la estructura de la sociedad, como era, por ejemplo, el caso en el Imperio Romano en la época de Cristo o de San Pablo, la justicia consistía en el equilibrio entre los derechos del propietario de esclavos y sus obligaciones para con los esclavos que eran propiedad suya. Éstos carecían de todo derecho. En una sociedad capitalista, la justicia consiste en respetar el equilibrio establecido entre el derecho de los propietarios del capital y los de los obreros que por su trabajo hacen fructificar ese capital. En una sociedad socialista, la justicia consiste en el respeto del equilibrio establecido en esta sociedad particular entre los derechos del Estado y los de los individuos que son sus miembros. En uno y otro caso desembocamos en formas permanentes de opresión, incluso cuando ninguno de los derechos jurídicos haya sido lesionado.

Jesús no trata de precisar ninguno de estos derechos. Más bien nos dice: no quedemos en ese nivel. Si la justicia les pide que den el manto, den también la camisa. Si la justicia les permite exigir ojo por ojo y diente por diente, perdonen sencillamente a quien les ha ofendido o los ha molestado. Si el código de conducta moral les prohíbe un número determinado de cosas, como, por ejemplo, el estar con la mujer del vecino, yo les pido que cuiden incluso de los deseos de sus corazones.

Esta nueva enseñanza de Jesús referida a la ley es fuente de una gran inseguridad – una inseguridad sumamente saludable. En efecto si el ser bueno consiste en no cometer adulterio, en no matar, en no exigir más que un ojo por un ojo y un diente por un diente, en no faltar a Misa los Domingos, etc., es muy fácil que pueda sentirme seguro. En efecto puedo verificar periódicamente si soy bueno o no. Hay que cumplir con las normas pero nos como un robot. Y en el caso de que haya pecado, puedo saber exactamente cuándo, dónde y cómo, lo cual me otorga un sentido muy grande de seguridad. La seguridad de los Fariseos Pero Jesús ha dicho: “Si vuestra justicia no supera la de los Escribas y de los Fariseos, no entraréis en el reino de los Cielos”. No pecar no es sencillamente cumplir normas, sino convertirse, y esto es difícil, porque no lo podemos mensurar nosotros, es obra nuestra, pero más de Dios que nos introduce en su amistad.

Pero, si ser fiel al llamamiento de Jesús consiste en la pureza de intención, en el amor a mi enemigo; si consiste en dar siempre más de lo que se me pide, en poner en orden mi relación con mis hermanos, cuando ha quedado ésta rota…, entonces es cuando vivo en esa dichosa y constante inseguridad que consiste en tener la conciencia de saberse de continuo llamado a algo que supere lo que actualmente soy y que estoy a punto de llevar a cabo. En este caso inseguridad es sinónimo de pobreza.

En esta pobreza, en la actitud de niños titubeantes, que aún están aprendiendo a andar, vamos a acercarnos ahora al altar, encontrándonos con una seguridad muy auténtica, no en una justicia nuestra que sabemos muy bien que no poseemos, sino en la justicia de Dios, sabiendo que es Él rico en misericordia y en compasión. María nuestra Madre nos ayude a encontrarnos en la presencia real de su Hijo en la Eucaristía con esa justicia superior a la de los escribas y fariseos: la vida misma de Jesús.

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