S.
–Perdone, pero lo que dice al principio ya lo dijo en el comienzo del artículo anterior (419).
–Cierto. Pero piense que, aunque sea muy improbable, puede darse el caso de que alguien no lo leyó… o lo leyó sin enterarse bien de lo que dije.
–La Iglesia es una y única, aunque existe en tres estados diferentes: cielo, purgatorio y tierra. El concilio Vaticano II así lo enseña (LG 49).
Los cristianos imperfectos tendemos a pensar principalmente en la Iglesia de la tierra, que es la única visible para nosotros, y no la conocemos suficientemente en su relación con la Iglesia del cielo y la del purgatorio. Nos falta la visión espiritual de un San Pablo: «nosotros no ponemos los ojos en las cosas visibles, sino en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Y esta miopía espiritual tiene no pocas consecuencias negativas. Señalo dos:
1ª) Las imperfecciones y pecados que se producen en esta Iglesia de la tierra nos oscurecen la grandeza y santidad de «la Iglesia de Cristo», llevándonos a veces al pesimismo y la desesperanza. […]
2ª) No conocemos bien la realidad de la Iglesia Peregrina si no la consideramos siempre unida a la del Cielo y la del Purgatorio. No acabamos de vivir, por ejemplo, que la liturgia presente es una participación, un eco, de la Liturgia celestial celebrada por el Cristo glorioso con sus ángeles y sus santos. Por precarios que a veces sean los modos en que la celebramos.
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San Gregorio de Nisa, obispo (335-394), hermano de San Basilio, y uno de los grandes Padres de la Iglesia, poco después de la libertad cívica constantiniana (313), vivió en un tiempo de la Iglesia católica de una formidable creatividad –en catequesis y liturgia, en teología y concilios, en el inicio de la vida monástica, en la expansión continua de la Iglesia–, pero fue un tiempo internamente desgarrado por el arrianismo pujante, que siendo una enorme herejía, fue a la vez un cisma latente, real y muy prolongado entre el Episcopado católico.
Unos Obispos seguían la cristología católica proclamada en Nicea (325) y en Constantinopla (381); pero muchos otros Obispos resistían activa o pasivamente la confesión de la fe en la divinidad de Jesucristo, promoviendo o permitiendo el arrianismo. Así las cosas, alternándose Emperadores nicenos o arrianos, la suerte de los Obispos variaba una y otra vez entre la prosperidad y la adversidad. No faltaron, por supuesto, los Obispos que, orientándose siempre como veletas en la dirección del viento imperante, se mantuvieron siempre en pacífica prosperidad.
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Cuando San Atanasio (295-373) es elevado en el año 328 al episcopado, entiende bien que su misión primera ha de ser afirmar la fe católica en Cristo, reafirmar la fe de Nicea. Pero esta misión va a exigirle un verdadero y prolongado martirio, pues casi todos los obispos de la Iglesia oriental son entonces partidarios, más o menos moderados, del arrianismo; cómplices activos o pasivos de esa herejía. Son tiempos en que San Jerónimo exclama: ingemuit totus orbis et arianum se esse miratus est (gimió el orbe entero, asombrándose al comprobar que era arriano: Dial. adu. Lucif. 19).
Pues bien, si en esta situación del Oriente cristiano, Atanasio, en posesión tranquila de la sede de Alejandría, se hubiera limitado a profesar la verdad de Nicea, pero sin empeñarse en combatir los graves errores de la cristología arriana, no hubiera sufrido persecución alguna ni de sus hermanos en el episcopado, ni del Emperador, adicto a los arrianos. Para evitar exilios, difamaciones y persecuciones de todo tipo, hubiera sido suficiente que, aun predicando la fe católica de Nicea, guardara, sin embargo, un discreto silencio sobre los graves errores vigentes a su alrededor sobre el misterio de Cristo.
Por el contrario, Atanasio no se limita a predicar la verdad sobre Cristo, sino que, enfrentándose con la mayoría de sus hermanos Obispos, y empleando todos los medios a su alcance –cartas, visitas, concilios, disputas–, se entrega con todas sus fuerzas a combatir el arrianismo, que de haber prevalecido, hubiera acabado con la Iglesia Católica. Y como era de esperar, el testimonio martirial de Atanasio tuvo un precio altísimo. Obispo de Alejandría del 328 al 373, cinco veces se vio expulsado de su sede episcopal (335-337, 339-346, 356-362, 363, 365-366), y durante esos cinco destierros hubo de sufrir penalidades incontables: violencias, disputas, carencias de toda clase, calumnias, penurias, despojamientos, sufrimientos físicos y morales, marginación y desprestigio.
San Hilario (+367), el «Atanasio de Occidente», movilizó de modo semejante a los obispos de la Galia contra el arrianismo, combatiéndolo con todas sus fuerzas a través de escritos, sínodos, viajes y cartas, lo que también ocasionó que fuera exiliado por el Emperador de su sede de Poitiers al Asia Menor (356-359). Refiere su biógrafo Sulpicio Severo que era llamado por los arrianos «perturbador de la paz en Occidente» (2,45,4). La misma acusación que en el Oriente recibía San Atanasio.
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En esta situación de Iglesia, tan dura y difícil, escribe San Gregorio de Nisa un gran número de excelentes obras catequéticas y dogmáticas, ascéticas y misticas, litúrgicas y escriturísticas. Hoy, lunes de la VII semana del Tiempo ordinario, la Santa Madre Iglesia, en la Liturgia de las Horas, nos da como alimento espiritual el fragmento de una de sus Homilías sobre el libro del Eclesiastés (hom.5). Este santo Padre de la Iglesia nos exhorta hoy a que levantemos a Cristo nuestros corazones.
Si el alma eleva sus ojos a su cabeza, que es Cristo, según la interpretación de Pablo [Col 3,1-3], habrá que considerarla dichosa por la penetrante mirada de sus ojos, ya que los tiene puestos allí donde no existen las tinieblas del mal. El gran Pablo y todos los que tuvieron una grandeza semejante a la suya tenían los ojos fijos en su cabeza, así como todos los que viven, se mueven y existen en Cristo.
Pues, así como es imposible que el que está en la luz vea tinieblas, así también lo es que el que tiene los ojos puestos en Cristo los fije en cualquier cosa vana. Por tanto, el que tiene los ojos puestos en la cabeza, y por cabeza entendemos aquí al que es principio de todo, los tiene puestos en toda virtud (ya que Cristo es la virtud perfecta y totalmente absoluta), en la verdad, en la justicia, en la incorruptibilidad, en todo bien. Porque «el sabio tiene sus ojos puestos en la cabeza, mas el necio camina en tinieblas» [Ecles 2,14]. El que no pone su lámpara sobre el candelero, sino que la pone bajo el lecho, hace que la luz sea para él tinieblas.
Por el contrario, cuantos hay que viven entregados a la lucha por las cosas de arriba y a la contemplación de las cosas verdaderas, son tenidos por ciegos e inútiles, como es el caso de Pablo, que se gloriaba de ser necio por Cristo. Porque su prudencia y sabiduría no consistía en las cosas que retienen nuestra atención aquí abajo. Por esto dice: «Nosotros hemos venido a ser unos necios por Cristo» [1Cor 4,10], que es lo mismo que decir: «Nosotros somos ciegos con relación a la vida de este mundo, porque miramos hacia arriba y tenemos los ojos puestos en la cabeza». Por esto vivía privado de hogar y de mesa, pobre, errante, desnudo, padeciendo hambre y sed.
¿Quién no lo hubiera juzgado digno de lástima, viéndolo encarcelado, sufriendo la ignominia de los azotes, viéndolo entre las olas del mar al ser la nave desmantelada, viendo cómo era llevado de aquí para allá entre cadenas? Pero, aunque tal fue su vida entre los hombres, él nunca dejó de tener los ojos puestos en la cabeza, según aquellas palabras suyas: «¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo: ¿la aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?» [Rm 8,35]. Que es como si dijese: «¿Quién apartará mis ojos de la cabeza y hará que los ponga en las cosas que son despreciables?»
A nosotros nos manda hacer lo mismo, cuando nos exhorta a «aspirar a los bienes de arriba» [Col 3,1], lo que equivale a decir «tener los ojos puestos en la cabeza».
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«Cristo abriga y alimenta a la Iglesia porque somos miembros de su Cuerpo» (Ef 5,29-30), porque somos su Esposa amada.
–«El Señor es mi pastor… Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú vas conmigo» (22,1-4). –«Nosotros aguardamos al Señor: Él es nuestro auxilio y escudo. Con Él se alegra nuestro corazón, en su santo Nombre confiamos» (32,20-21). –«Tengo siempre presente al Señor, con Él a mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena: porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (15,8-11).
«El Señor esté con vosotros. –Y con tu espíritu. –Levantemos el corazón. –Lo tenemos levantado hacia el Señor. –Demos gracias al Señor, nuestro Dios. –Es justo y necesario. –En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo Señor nuestro», que vive y REINA por los siglos de los siglos. Amén.
Aquí no tose nadie sin que Cristo Rey lo quiera o lo permita. Le ha sido dado «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Ojo.
José María Iraburu, sacerdote
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