Un día el Ángel me dijo:
—Anímate, Gelsomina; ya hemos superado la mitad del trayecto.
—Para ti es fácil decirlo —le contesté—. Los ángeles vais de punta a punta del universo en menos que parpadea una estrella, pero yo estoy hecha de otra pasta y me canso. ¿Sabes lo que pesa esta coleta plateada que me habéis injertado en la popa?
—Yo no lo sé, y tú tampoco. En realidad te quejas para que te haga caso. En cuanto veas a los Magos y ellos te reconozcan, te olvidarás de tus cansancios y volarás ligera como una mariposa presumida.
Tenía razón Gabriel. Lo que ocurre, en el fondo, es que soy una estrella habladora y necesito conversación de vez en cuando. Por eso le daba la lata al Arcángel cuando me aburría.
En ésas estábamos cuando aparecieron los meteoritos.
Una estrella de segunda clase, como yo, está acostumbrada a recibir meteoritos a todas horas. Una buena lluvia de rocas espaciales es siempre estimulante. Es como si te hicieran cosquillas. Pero aquello no era una lluvia, ni siquiera una galerna; había tal densidad de pedruscos que, por un momento, pensé que iban a acabar conmigo. Me quedé a oscuras en el centro de una nube opaca y sólida imposible de atravesar. Los meteoritos me golpeaban con saña por todas partes, y yo perdí la brújula y se me nubló la vista hasta tal punto que ni siquiera podía ver al Ángel. Entonces di un grito tremendo:
─¡Gabrieeeel!
Silencio absoluto. Por un momento pensé que mi aventura había terminado. Creo que estuve así, colgada en el espacio, al menos un año. Y cuando, por fin, se fue la tormenta no me quedaban fuerzas para reemprender la travesía. Así que decidí regalar mi estela de plata, buscarme un rincón confortable en el espacio y acomodarme allí por los siglos de los siglos.
Pero llegó de nuevo el Ángel.
─ ¿A dónde crees que vas?
Su voz sonaba dulce como una campanilla de plata; pero me hice la dura: la decisión ya estaba tomada.
─A descansar de ti, de tus planes mentirosos y de tus trampas. Me has metido adrede en un mar de meteoritos sólo para hacerme daño. Y luego me has dejado sola media eternidad. ¡Ya no puedo más; dimito!
Gabriel me miró con aire entre compungido y bromista:
─Verás, Gelsomina; cuando los Magos te descubran dentro de unos años, saldrán detrás de ti con las mismas ganas e ilusión que tú tenías al enterarte de la misión que Yahvé te ha asignado. Montarán en sus dromedarios, prepararán los regalos para el Niño y se pondrán en marcha sin perderte de vista un instante. Pero llegarán al desierto y, cuando menos lo esperen, se verán envueltos en una tormenta de arena y polvo como no ha habido otra en muchos años. Se quedarán a ciegos durante varios días y sentirán la tentación de regresar a casa, porque hay que estar muy locos para seguir a una estrella. Lo que tú has pasado con los meteoritos no es nada en comparación con el sufrimiento de los Magos por haberte perdido.
─Pero resistirán, ¿verdad?
─Sí. Ellos son más fuertes que tú, y más fieles, pero ahora los comprenderás mejor. Y entenderás que cuando buscamos sinceramente al Señor, la vida se convierte en una aventura maravillosa. ¿Y cómo podría serlo si no encontráramos obstáculos, oscuridad, persecuciones, batallas…?
─Gracias, Gabriel ─le respondí─; ahora estoy preparada.
Enrique Monasterio
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