13 de noviembre. Clausura del Año de la Misericordia, en las Diócesis de alrededor del mundo.

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Homilía para el XXXIII Domingo durante el año C

Han pasado más de dos mil años desde que estas palabras, que hemos escuchado, fueron escritas, y muchas veces, en el curso de estos siglos, la verificación de sucesos trágicos pareció anunciar el fin del mundo. El primero fue la toma de Jerusalén y la destrucción del Templo, profecía que se anuncia primero en el Evangelio. En el año 70 el general Tito invade Jerusalén; y no queda del templo piedra sobre piedra, lo único que queda es una parte del muro protector, que es lo que hoy se visita en Jerusalén como muro de los lamentos. Después, en Occidente, las sucesivas invasiones bárbaras, que marcaron el fin de una sociedad, después la peste negra que hizo morir dos tercios de la población europea; y, más cerca de nosotros, las dos Guerras mundiales, y desde entonces el peligro de un cataclismo nuclear. Podríamos también pensar en regiones muy castigadas, como los últimos terremotos en Italia y otra vez más en Haití, por no hablar de guerras, de Siria, etc.

Las catástrofes naturales son impresionantes, pero también impresiona como vamos resignándonos o narcotizándonos frente a la violencia: el terrorismo desde las torres gemelas a los atentados actuales, los conflictos africanos y árabes, tanta gente inocente que sufre y muere. Droga, corrupción, materialismo, la mentalidad del ¡sálvese quien pueda! Y tantas situaciones más que nos hacen dudar de la continuidad del mundo o de nuestra civilización como tal.

¿Qué actitud tiene que tener el creyente frente a estas situaciones? Tenemos sobre todo la recomendación de Jesús no tengan miedo, que vuelve incesantemente en el Evangelio. Y en el Evangelio de hoy está el llamado a la perseverancia: “Gracias a la perseverancia salvarán sus vidas (alé: aliento)

¿Por qué Jesús nos habla de todo esto negativo?: cataclismos, traición, persecución, muerte, “«Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo. Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí. … Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre.”

Un texto del rabino Abraham Jeshua Heschel podría servir como comentario a nuestro texto evangélico. Este texto fue escrito en Alemania, a finales de los años 30, cuando casi todos, comprendidos grandes filósofos, teólogos y obispos, se dejaban seducir por la mística nazista y seguían a Hitler, antes que se revelara el monstruo. Abraham Jeshua Heschel fue uno de aquellos, con Dietrich Bonhoeffer, que comprendieron bien rápido lo que estaba sucediendo. En una conferencia en el año 1938 a un grupo de Quáqueros en Alemania les decía:

«Nunca hubo una suma tal de culpa, olvido, angustia y terror. En ningún momento la tierra estuvo tan bañada de sangre. Algunos de nuestros conciudadanos se han vuelto malvados, monstruosos, y fuera de lo normal. Así, llenos de vergüenza y desorientados, nos preguntamos: ¿quién es responsable?». Y una parte de su respuesta es la siguiente: «Nosotros no nos hemos jugado bastante por la justicia y por el bien; como resultado, debemos ahora luchar contra la injusticia y el mal. No hemos ofrecido sacrificios sobre el altar de la paz y debemos entonces ofrecerlos obre el altar de la guerra» y agregaba: «La historia es una pirámide de esfuerzos y de errores; y en ciertos momentos es la Montaña Santa sobre la cual Dios juzga a las naciones. Pocos tienen el privilegio de discernir el juicio de Dios sobre la historia. Pero si un hombre ha encontrado el mal, debe saber que se le hizo evidente para que él pudiera descubrir la propia culpa y arrepentirse; porque eso que le fue mostrado está también dentro de él».

Tenemos aquí un llamado a la conversión personal. Por eso Jesús nos recuerda estas cosas, que vemos y nos hacen sufrir, todo este mal está dentro del hombre, lo que hay que sanar es el corazón humano y no hay otra solución que la conversión. Jesús con esta profecía no intentaba asustar a la gente, sino por el contrario quería invitarnos más seriamente a una conversión del corazón.

La perseverancia, termina diciendo nuestro evangelio dominical, salvará el aliento, la vida plena. Comentando este texto dice san Gregorio: «La salvación del alma está en la virtud de la paciencia, porque la fuente y la protección de todas las virtudes es la paciencia. A través de la paciencia nos volvemos dueños de nuestra vida, porque cuando aprendemos a dominarnos, entonces de verdad comenzamos a ser señores de nosotros mismos. Pero la paciencia no es solamente tolerar los males que nos vengan de los otros, sino también no sentirse mordidos contra aquellos que son la causa de esos males. Porque si uno soporta solamente en silencio el mal recibido, pero desea que se haga justicia, estos no tienen paciencia, la muestran solamente. Está escrito, en efecto: “La caridad es paciente, es benigna” (1Co 13, 4). Es paciente, porque soporta los males que vienen de los otros, y es benigna, porque ama aquello que soporta. Por eso la Verdad dice: “Amen a sus enemigos, hagan bien a aquellos que los odian, recen por aquellos que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 44). Para los hombres es virtud tolerar a los enemigos, para Dios es virtud amarlos; Dios acepta solamente este sacrificio, que arde delante de sus ojos, en el altar de las buenas obras, la llama de la caridad». Gregorio Magno, Hom., 35, 1.3- (Lezionario “I Padri vivi” 203).

Conversión y paciencia, debemos jugarnos por la fe que tenemos viviéndola, impregnando nuestra vida personal, familiar y social del Evangelio. Jesús nos muestra el mal para que no seamos insensibles y tolerantes con él. Porque es cierto que nosotros no causamos todos los males que sufrimos; pero, a veces, nuestro corazón cerrándose a Dios contribuye con el mal que tememos o nos afecta.

Pocos están llamados a trabajar directamente en la solución de los problemas y desgracias mundiales que enumeré antes. Pero estamos todos unidos los unos a los otros, somos interdependientes. Cada vez que, en mi corazón o en mi vida, nutro cualquier resentimiento, cualquier sentimiento negativo, o más todavía de odio, hacia las personas con las que vivo o me encuentro, contribuyo a aumentar el mal que está en el mundo. Pero, cada vez que en mi vida dejo entrar el amor, la comprensión, la compasión hacia mis hermanos y hacia todas las personas que encuentro, contribuyo a apurar la victoria total de Cristo sobre las fuerzas del mal.

Que María nuestra madre interceda para que, como fruto de este Año de la Misericordia que se cierra hoy en nuestras Iglesias particulares y el próximo domingo en Roma, Dios nos haga crecer en esta confianza y nos ayude a perseverar, sintiendo y compartiendo su misericordia para frenar el mal. Amén.

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