–¿No se le están dando al tema demasiadas vueltas?… Digo.
–La posibilidad de que la costumbre de las comuniones sacrílegas (objetivamente consideradas) se confirme allí donde ya se están dando, y que incluso se inicie donde no es todavía un uso «normalizado», es hoy una de los más graves problemas de la Iglesia. ¿Creemos de verdad que la presencia de Cristo en la Eucaristía es real, verdadera, substancial?
Nota previa. –En moral y en derecho se entiende por atenuantes aquellas situaciones objetivas o subjetivas que disminuyen la gravedad del pecado o del delito, y que aminoran consecuentemente la responsabilidad y la pena. Y eximentes aquellas otras que disminuyen esa gravedad de culpa y pena hasta eliminarlas. La Amoris lætitia, tratando de «las situaciones llamadas irregulares» en la parejas (296-300), considera seguidamente en un subtítulo (301-303) las atenuantes posibles que se deben considerar.
* * *
–«Circunstancias atenuantes en el discernimiento espiritual»
301. «La Iglesia –dice la AL– posee una sólida reflexión acerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver solamente con un eventual [*] desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener [*] una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma» [Familiaris consortio 33] o puede [*] estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa […]
302. «Con respecto a estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia Católica se expresa de una manera contundente: [*] “La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales”» [n. 1735]… [De este punto trataré, Dios mediante, en el próximo artículo]…
«En el contexto de estas convicciones, considero muy adecuado lo que quisieron sostener muchos Padres sinodales: “En determinadas circunstancias, las personas encuentran [*] grandes dificultades para actuar en modo diverso […] El discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas situaciones. Tampoco las consecuencias de los actos realizados son necesariamente las mismas en todos los casos”» [Relación final del Sínodo 2015,85]».
Este texto de la Amoris lætitia, como cualquier otro documento del Magisterio de la Iglesia, ha de entenderse según una interpretación católica. Así quiere el papa Francisco que sea recibida toda su Exhortación, como lo dice en varios lugares de ella (79, 199, 308). Lo señalo porque ya se están difundiendo en la Iglesia interpretaciones falsas y directrices pastorales sacrílegas. Las consideraciones que siguen pretenden ser una ayuda para la lectura católica del texto. Iremos considerando uno a uno los diferentes «atenuantes» que he señalado con asterisco [*].
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[*] El desconocimiento de la norma
Sin duda, la ignorancia invencible e inculpable, puede disminuir o excluir la culpa de quienes están en un modo de convivencia contrario a la ley de Dios y de la Iglesia. Y este supuesto hoy no es excepcional, sino que lamentablemente se da esa ignorancia con relativa frecuencia. Se da sobre todo, como es lógico, en aquellas Iglesias locales donde obispos, teólogos y párrocos eximen con facilidad de culpa a los adúlteros –aunque reconozcan que viven «en forma incompleta» el ideal del matrimonio–; y que ya hace tiempo que los admiten a la comunión eucarística, contra la doctrina y normas de la Iglesia.
Yo he conocido casos como el de un párroco que «aconsejaba el adulterio» a un feligrés: «El primer matrimonio se hizo un infierno y se rompió. Pero usted, además de tener derecho a procurar ser feliz, ha de pensar en sus hijos. Debe casarse de nuevo, para darles un padre/una madre: debe hacerlo en conciencia, por caridad»… Es previsible que en esa parroquia se «ignore la norma», porque se silencia o se niega o se impugna. Incluso algunos Obispos han afirmado lo mismo públicamente, como Mons. Agrelo, OFM, que llegó a considerar el adulterio como un «acercamiento personal a Dios», o el Obispo Vesco, OP, según el cual «el segundo matrimonio es tan indisoluble como el primero»… Estas defensas de una muy grave inmoralidad, so capa de piedad, son sin duda ejemplos de «la abominación de la desolación, predicha por el profeta Daniel, erigida en el lugar santo» (Mt 24,15; Dan 9,27).
[*] Estar en condiciones concretas que no permitan obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa.
Esta consideración puede valer como atenuante de culpa subjetiva en ciertos casos, por las mismas razones aducidas al punto anterior. Sin embargo, en el falso sentido de eximente hablaron en el Sínodo de 2015 algunos Padres, cuando pedían para el «segundo matrimonio» [sic] una «fidelidad» [sic] semejante a la que estuvieron obligados en el «primero» [sic]. No creo que sea posible conciliar esa eximente con la doctrina católica. La gracia siempre asiste al cristiano para que haga el bien sin hacer el mal. Nunca la libertad del hombre, asistida por la gracia sobre-humana de Dios, está cautiva de un mal. Y nunca se ve forzada a obrar un mal para librarse de un pecado.
Dice Juan Pablo II: «Suponer que existan situaciones en las que no sea de hecho posible a los esposos ser fieles a todas las exigencias de la verdad del amor conyugal, equivale a olvidar esta presencia de la gracia que caracteriza la Nueva Alianza: la gracia del Espíritu Santo hace posible lo que al hombre, dejado a sus solas fuerzas, no le es posible» (17-IX-1983).
Si aceptáramos el «atenuante» (eximente) aludido, aprobaríamos la realización de un pecado grave –continuar adulterando–, para lograr algunos bienes y evitar ciertos males. Es decir, estaríamos aceptando que «el fin justifica los medios», principio siempre rechazado por la recta razón y por la Iglesia en forma absoluta (Rm 3,8; 6,1-2).
[*] Una gran dificultad para comprender «los valores inherentes a la norma»
La AL emplea esta expresión tomándola de la encíclica Familiaris consortio (33), cuando Juan Pablo II, al prohibir la anticoncepción, trata de los cónyuges cristianos que se ven sin embargo incapaces de comprender «los valores inherentes a la norma». Es una dificultad análoga a la que hoy tienen muchos cristianos divorciados, que no entienden cómo la Iglesia –en realidad, Cristo– les prohíbe un nuevo «matrimonio».
Pues bien, la Iglesia en modo alguno considera que esa dificultad de comprensión pueda eximir de culpa a quienes violen normas morales dadas ciertamente en el AT o en el NT y enseñadas por la Iglesia: «no lo separe el hombre», «no cometerás adulterio». Si se acepta e incluso se promueve una interpretación laxa de esa dificultad de comprensión moral, se arruinaría no sólo la honestidad de los matrimonios, sino que se vendría abajo la objetividad de toda la moral católica. Podemos comprobarlo, por reducción al absurdo, con algunos ejemplos.
Pueden sentir una gran dificultad para comprender la validez de la norma–una joven pareja que, por lo que sea, quiere convivir sin casarse (fornicación, concubinato); –una casada que quiere abortar, porque si continúa su embarazo, perderá el empleo y el único sueldo que sostiene su familia; –un mafioso que quiere matar a un miembro de otro clan, que ha asesinado a uno de su clan: para él, la vendetta es una exigencia moral de justicia, que obliga en conciencia según la ley de la Cosa nostra; –en la Misión, un catecúmeno que no entiende por qué se le exige para recibir el bautismo dejar cuatro de sus cinco esposas; –unos adúlteros que, después de larga convivencia, estiman que deben en conciencia mantener fidelidad al vínculo que los une, y que para no poner en peligro esa fidelidad, deben seguir ejercitando los actos sexuales propios de los cónyuges. Y más aún: creen que deben recibir la comunión eucarística, como ayuda de su segundo «matrimonio»… Et sic de cæteris. Ninguno de ellos comprende los «valores inherentes a ciertas normas».
Pero si alguno quiere ser cristiano y vivir cristianamente, más aún, si quiere tener acceso a la comunión eucarística, debe «creer que son verdad las cosas que enseñamos» (150; San Justino, II Apología 66). Creer en la Iglesia y en su doctrina forma parte del Credo; y profesarlo con fe es condición absoluta para recibir el bautismo y la Eucaristía.
En este sentido, la comunión eucarística debe ser negada a los divorciados re-casados que viven more uxorio, y no sólo porque quebrantan habitual y gravemente la virtud de la castidad y la indisolubilidad del único vínculo conyugal, sino porque no aceptan valores de la fe tan importantes como la indisolubilidad del matrimonio y la reprobación total del adulterio. En tales casos, la verdadera pastoral misericordiosa de la Iglesia con la pareja adúltera no consiste en aceptar como inevitable su grave pecado habitual, legitimando en cierto modo su incredulidad y dándole la comunión, sino en explicarles, para su conversión, que no pueden recibirla, y sobre todo en predicarles la verdad del Evangelio, la única que salva de las tinieblas y el pecado. De otro modo, nos quedaremos en que «la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19).
[*] En determinadas circunstancias las personas encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso
Tenían razón los padres sinodales que en la Relatio final (2015, 85), con gran realismo, hacían notar que «en determinadas circunstancias, las personas encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso [se entiende: ajustando sus vidas a las normas morales que infringen]. El discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas situaciones» (AL 302). ¿Debe hacerse cargo para ayudar al cristiano a la conversión, es decir, a obrar a que obedezca la norma moral objetiva de Cristo, que siempre su gracia hace posible cumplir, o para eximirle de obedecer a Dios providente?
Esas «grandes dificultades» son hoy indudables. Sobre todo en una sociedad descristianizada, más aún, anticristiana, dura, egoísta, con altos niveles de violencia económica, criminal, ideológica, es relativamente frecuente que la persona no pueda mantenerse fiel a la Ley de Dios y de la Iglesia sin vencer «grandes dificultades». Pero cuando la fidelidad a Cristo exige a un cristiano la cruz, no es misericordia eximirle de ella, sino ayudarle a llevarla: «El que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiere salvar su vida, la perderá y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24). Es evidente que AL (302) ha de entenderse al modo católico, no eximiendo de obedecer a Dios cuando ello exige superar «grandes dificultades».
De otro modo quedaría excluido de la vida cristiana el martirio, que, llegado el caso, es gravemente obligatorio para todo cristiano: el cristiano mártir, antes que separarse de Cristo por un pecado mortal, antes que renegar de él, prefiere sufrir ser condenado a las minas, al las fieras del circo, a la marginación, el exilio, la pérdida de la cátedra, de la judicatura o de cualquiertrabajo, la penuria económica, el desprestigio, sin excluir la posibilidad de la cárcel o la muerte. Llegado un cristiano a desafíos semejantes, tiene grave obligación de ser mártir (= testigo), confesando su fe y su amor a Cristo: «a todo el que me confesare ante los hombres, yo también lo confesaré ante mi Padre que está en los cielos. Pero a quien me negare ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).
Si las «grandes dificultades» eximieran de culpa y justificaran el pecado –y de nuevo acudo a la reducción al absurdo–,
–un cristiano de los tres primeros siglos habría aceptado quemar unos granos de incienso ante la imagen del César o de una divinidad romana –o al menos simularlo (simulatores)–, para salvar su fortuna, su familia, su libertad, su vida; –un médico abortista podría seguir realizando abortos, porque quizá si no lo hiciera, perdería su trabajo, con graves perjuicios para su familia; –un cristiano que ha robado una gran fortuna no tendría que devolver lo robado a sus legítimos dueños, considerando que si lo hiciera privaría a su familia de grandes bienes. Ejemplos como éstos se dan a cientos.
Por el contrario, en todos estos casos y otros semejantes, una conciencia cristiana bien formada entiende inmediatamente que las «grandes dificultades» nunca pueden justificar y hacer lícitos los pecados graves. La propia palabra de Dios, no simplemente de la Iglesia, afirma claramente que «los adúlteros no heredarán el reino de los cielos» (1Cor 6,9-10). Mantener, pues, fidelidad al vínculo del matrimonio –aunque sea en ciertos graves casos en la separación– es requisito puesto por la misericordia de Dios para el acceso a la salvación. La castidad conyugal, en estas cuestiones, es «la puerta estrecha» que guarda en la verdad, la paz y la caridad; en tanto que persistir en el concubinato o el adulterio es entrar por «la puerta ancha» que lleva a la mentira, la inquietud y el egoísmo.
«Entrad por la puerta estrecha, porque ancha es la puerta y espaciosa la senda que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosta la senda que lleva a la vida!, y qué pocos dan con ellos» (Mt 7,13-14). «Quien quiere salvar su vida, la perderá, y quien perdiere su vida por mi causa, la salvará» (Lc 9,23-24).
La enseñanza de Juan Pablo II sobre el martirio en la Veritatis splendor (6-VIII-1993) debe ser recordada aquí, porque tiene una gran fuerza y claridad:
«La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gn 9, 5-6) (90)… El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo» (90)… Al final del artículo, como un apéndice, doy el texto de la Veritatis splendor sobre el martirio más ampliamente, aunque también en fragmentos.
Por otra parte, en nuestro tiempo extremadamente erotizado viene a ser especialmente importante que la Iglesia desmienta y combata la convicción tan común de que vivir la castidad es prácticamente imposible. Esa afirmación es frecuentemente verdadera en los mundanos, pero de ningún modo lo es en los cristianos, se entiende, en los que viven la vida cristiana: fe, oración, amor verdadero a Dios y al prójimo, Misa dominical, confesión, comunión eucarística, pudor, alejamiento de las ocasiones próximas de pecado, etc. Y en todo caso, las dificultades que puedan ocasionar las tentaciones contrarias, siempre serán muchísimo menores que las presentadas por el martirio cruento, para el que Dios ciertamente asiste con su gracia.
«Dios es fiel, y él no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas, sino que con la tentación hará posible [por su gracia sobre-humana] que encontréis el modo de poder soportarla» (1Cor 10,13).
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Juan Pablo II en la Familiaris consortio (1981), en fiel coherencia a la Veritatis splendor (1993), después de considerar y evaluar las Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral de las parejas «irregulares», ampliamente citado en la AL (77-85), llega a una clara conclusión, que esta vez la AL no reproduce:
«La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado y situación de vida [no alude al posible estado de gracia de sus conciencias: de internis neque Ecclesia iudicat] contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio» (80). En todo caso, «la Iglesia está firmemente convencida de que también quienes se han alejado del mandato del Señor y viven en tal situación, pueden obtener de Dios la gracia de la conversión y de la salvación, si perseveran en la oración, en la penitencia y en la caridad» (84). Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum caritatis (29), mantiene expresamente la misma doctrina (22-II-2007).
Ésta es, pues, sin duda la doctrina y disciplina pastoral y sacramental de la Iglesia católica-universal, que hoy todas las Iglesias locales deben enseñar y aplicar. Así lo declara el Presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II para el matrimonio y la familia, Mons. Livio Melina:
«Hay que decir claramente que, también después de la Amoris lætitia, admitir a la comunión a los divorciados “vueltos a casar”, excepto en las situaciones previstas en la Familiaris consortio 84 y en la Sacramentum caritatis 29 [convivir como hermanos, cuando graves condiciones lo aconsejen], va contra la disciplina de la Iglesia. Y enseñarlo […] va contra el Magisterio de la Iglesia».
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¿Atenuantes o eximentes? Atenuantes eximentes… Las situaciones personales, señaladas en la AL (301-302), que hemos ido examinando una a una, aunque van precedidas del subtítulo: «Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral», a veces vienen a ser entendidas en la práctica pastoral como eximentes:
«Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas» (298)… «A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado –que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno– se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la gracia» (AL 305). Y se añade en nota: «En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, “a los sacerdotes les recuerdo que el confesonario no debe ser una sala de torturas, sino el luegar de la misericordia del Señor” (Evangelii gaudium 44). Igualmente destaco que la Eucaristía “no es un premio para los perfectos, sino un generoso remedio y un alimento para los débiles”» (ib. 47)» (nota 351).
No pocos Obispos y sacerdotes, bastantes teólogos y casi todos los periodistas han entendido con eso que ya la Iglesia puede admitir en la comunión eucarística a los divorciados vueltos a casar. Así lo han afirmado, por ejemplo, el cardenal Kasper, el Presidente del Episcopado filipino , y en el Instituto Superior de Ciencias Morales (Madrid) también el moralista Marciano Vidal. Tres ejemplos bien significativos.
No es ésa, sin embargo, la interpretación católica de la Amoris lætitia, ni es eso lo que ha enseñado el papa Francisco, como ya muchos autores lo han advertido.
El cardenal Brandmüller, por ejemplo, alemán, decía recientemente en una entrevista: «…hay que preguntarse si una nota al pie de tres líneas [351] podría ser suficiente para revocar todas las enseñanzas de Papas y Concilios sobre este tema. ¡Ciertamente no! Más bien, esta nota al pie debe interpretarse también según la doctrina constante de la Iglesia. La Iglesia no puede contradecirse a sí misma». Y algo semejante señala el cardenal Müller, también alemán, Prefecto de la Doctrina de la fe: «si Amoris Lætitia hubiera querido cancelar una disciplina tan arraigada y de tanto peso, lo habría expresado con claridad, ofreciendo razones para ello. No hay, sin embargo, ninguna afirmación en este sentido en la exhortación apostólica post-sinodal, ni el Papa pone en duda en ningún momento los argumentos presentados por sus predecesores, que no se basan [para negar la comunión eucarística] en la culpabilidad subjetiva de estos hermanos nuestros, sino en su modo visible, objetivo de vida, contrario a las palabras de Cristo».
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En conclusión. Una interpretación católica de lo enseñado por la Amoris lætitia en su capítulo 8º principalmente, exige –predicar la palabra de Cristo sobre la santidad del matrimonio indivisible, y sobre la intrínseca maldad del divorcio y del divorcio, de tal modo que nunca se dé en los fieles la ignorancia de la norma por el silencio o la negación de la ley natural y divina; –no interpretar, fuera de casos muy extremos, los atenuantes como eximentes; –reconocer que ciertos actos intrínsecamente malos nunca pueden hacerse lícitos por las situaciones e intenciones; –reafirmar la fuerza de la gracia para vencer las más grandes dificultades; –saber que «el justo vive de la fe», y que es imposible la vida cristiana, tanto en el matrimonio como en cualquier otra cuestión, para quien no cree en sus valores inherentes; –entender que aunque la castidad conyugal sea prácticamente imposible para los mundanos y los cristianos no-practicantes, es perfectamente posible para los cristianos que mantienen la vida cristiana.
José María Iraburu, sacerdote
Post-post.– La encíclica Veritatis splendor (6-VIII-1993) todos la tenemos a mano, aunque sea en la web; pero las medicinas no curan si no se toman. Reproduzco, pues, aquí de su capítulo III, Para no desvirtuar la Cruz de Cristo (1Cor 1,17), aunque sea en forma fragmentario, el subcapítulo titulado:
«El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios»
90. «La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gn 9, 5-6).
El no poder aceptar las teorías éticas “teleológicas”, “consecuencialistas” y “proporcionalistas” [modalidades de la moral de situación] que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.
91. Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana […] (Dn 13,22-23). Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, murió mártir de la verdad y la justicia y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6,17-29) […].
En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo –comenzando por el diácono Esteban (Hch 6,8 -7,60) y el apóstol Santiago (Hch 12, 1-2)– que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, “rindió tan solemne testimonio” (1Tm 6,13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (Ap 13,7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo del rechazo también de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y
entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (Hb 5,7).La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.
92. En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8, 36).
El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; […] como atestigua San Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: “Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera… dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios” (Rom VI, 2-3).
93. Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero “usque ad sanguinem” [Heb 12,4] para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos transgreden la ley (Sb 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: “¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!” (Is 5, 20).
Si el martirio [que implica muerte] es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que –como enseña san Gregorio Magno– le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” (Moralia VII, 21.24).
94. En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: “Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir» (Satiræ VIII, 83-84). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: “Sabemos –dice san Justino– que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana” (II Apología 8).
95. La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la condición maternal de la Iglesia. Ésta, se dice, no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa fiel de Cristo, que es la verdad en persona: “Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral… De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección” (Familiaris consortio 33).
En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación de la sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad (ib. 34).
Al mismo tiempo, la presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero –animado por el amor paciente y confiado–, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá renunciar al “principio de la verdad y de la coherencia, según el cual no acepta llamar bien al mal y mal al bien» (exhort. Reconciliatio et poenitentia 34), ha de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo vacilante (Is 42,3). […]
96. […] Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales».
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