Me encuentro un artículo del card. Garrone, en el año 1969, que permanece completamente actual en el fondo de su exposición, en aquello que pretende decir. Algunas expresiones y alguna argumentación no son completamente de mi agrado, o las hubiera formulado de manera diferente, pero sin duda el artículo es una reflexión oportuna y atinada.
Por desgracia, conserva su validez. Sigue el lenguaje equívoco y falso, muy extendido, de calificar de "profeta" a los teólogos, sacerdotes o religiosos, que llevados del pensamiento moderno y liberal, se erigen en jueces distantes de la Iglesia, en nuevos revolucionarios con el altavoz de los medios afines, secularizados en la comprensión íntima del misterio cristiano, activos contestatarios de la doctrina de la fe. Así tal cual, se presentan como "profetas". ¿Un poco atrevido, no os parece?
Este nuevo profetismo de cuño secularista ha formulado su propio Credo, modernísimo, claro:
-Jesucristo es simplemente Jesús, un hombre excepcional con una experiencia nueva de Dios al que llama su Padre. Esta afirmación de la "fe modernista" se modula con distintas expresiones. De un modo u otro, con distintas cadencias, se habla "del profeta Jesús de Nazaret", olvidando o silenciando cosas tales como su divinidad, la redención de los pecados o su resurrección según la carne.
-El Evangelio sólo afecta a una ética social que busca la síntesis, el sincretismo. Sustituye la Verdad por la Libertad sin contenido.
-La acción evangélica sólo se considera en una vertiente de transformación social, según los postulados modernos (con todos sus -ismos: ecologismo, feminismo...), con fuerte dosis de demagogia, abusando de la palabra "los pobres" y "compromiso".
-La Iglesia es mirada según la mentalidad post-moderna, donde "la democracia" es nuevo dogma, alentado por el relativismo, y se pretende que absolutamente todo en la Iglesia sea "democrático". Para el profetismo falso, la Iglesia es "pueblo de Dios" en minúscula, "pueblo" que se autoconstituye y debe darse sus propias normas adaptándose a cada época, vaciándose de sí misma para abrazar la mentalidad del momento cultural en que se vive (aunque incluya el aborto, por ejemplo).
-La liturgia para estos profetas del disenso es sólo una realidad festiva y simbólica del propio compromiso, de la propia fe (la fe subjetiva, claro, nada más) que provoca una experiencia de toma de conciencia y transformación. Lo sagrado se arrincona para centrarlo en el nuevo hombre que va a cambiar el mundo. Todo muy "participativo", es decir, muchas intervenciones, asamblearias, frutos de ese pensamiento que antes exponíamos.
-La identificación, sin más, del Reino de Dios con una plasmación social, histórica y terrena. El Reino de Dios lo disuelven en un cambio social y económico.
¿Necesitamos profetas? De este tipo seguro que no. Necesitamos profetas que sean hombres de Dios y que viviendo y sintiendo con la Iglesia (sentire cum Ecclesia!) despierten las conciencias, anuncien el Evangelio, edifiquen la Iglesia. O lo que es lo mismo, necesitamos santos, porque los santos, con su delicada conciencia eclesial, siempre han sido profetas, y jamás desgarraron la túnica inconsútil de Cristo (la unidad de la Iglesia) sino que la tejieron más.
Los profetas-santos salen despavoridos de la secularización y se enfrentan a ella, renovando la fe, fortaleciendo a la Iglesia, bebiendo de la Tradición. Los otros, simplemente, son falsos profetas que a sus enseñanzas engañosas califican de "profetismo" situándose frente y al margen de la Iglesia. ¡Cuántos casos hay!
¿Profetas o santos? Más bien hay que decir que necesitamos profetas y santos, y que ambas cualidades suelen coincidir.
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