Homilía para el XIV Domingo durante el año B
La ley judía, en tiempo de Jesús, reconocía a cada varón adulto el derecho de leer la Escritura en la sinagoga y de agregar alguna explicación. Ninguno en Nazaret niega a Jesús este derecho. El problema para los paisanos de Jesús está más bien en el hecho que, durante los primeros treinta años de su vida él fue uno como todos los otros en el pueblo. Entonces, cuando se pone a preferir palabras de sabiduría y a realizar curaciones milagrosas, ellos se preguntan: “¿De dónde le viene todo esto? ¿Qué es esta sabiduría que se le dio y estos milagros que se realizan por medio de sus manos? ¿No es el carpintero?” Y no teniendo el coraje de sacar las conclusiones de los hechos, simplemente rechazan los hechos.
Sabemos que Jesús nunca ha buscado el poder. Poder y autoridad son dos realidades muy diversas que no van necesariamente juntas. Uno puede tener mucho poder sin detentar autoridad alguna. Inversamente, otro puede ejercitar una gran autoridad, sin detentar ningún poder. Jesús habla y obra con autoridad; pero rechaza ejercer el poder. Jesús nunca utilizó un singo para probar algo. Cuando Dios, en el Antiguo Testamento, envía a Ezequiel a anunciar su palabra al pueblo de Israel, como escuchábamos en la primera lectura, a un pueblo rebelde, no le da ningún poder especial que pueda forzar la adhesión del pueblo. Lo invita simplemente a hablar con autoridad: “…tu les dirás: ‘Así habla el Señor Dios…’ Entonces, sean que escuchen, o rechacen escuchar, (¡es asunto de ellos!), ellos sabrán que hay un profeto en medio suyo”.
Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3). Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Hay momentos en la historia de la Iglesia, en que, alguno de sus miembros de la jerarquía quisieron utilizar el poder para imponer el mensaje de Cristo. Cada vez que lo intentaron, los resultados fueron desastrosos. Cuando en vez fueron fieles a su verdadera misión, esta fidelidad que los mueve a dar la prioridad a Dios y a los necesitados (espiritual y materialmente hablando) aún en medio de persecuciones el Reino creció. Pablo aprende y le recuerda a los Corintios que él no les habló con gran demostración de poder, sino con una gran debilidad.
Jesús no vino como gran sacerdote ni como rey (político). Vino como profeta, y se escapó cuando la gente lo quiso hacer rey. Él es el último de los profetas, dotado de una autoridad radical, pronunciando las palabras de Dios, de la boca del mismo Dios. Desde su resurrección en adelante, él está presente en su Pueblo, sobre todo en la Eucaristía, y cuando este Pueblo se abre a su presencia. Es una dimensión –o una consecuencia- sorprendente del misterio de la Encarnación que su autoridad es ejercitada por seres humanos ordinarios y falibles, que fueron elegidos y llamados a diversos tipos de servicios en el seno de la comunidad cristiana, comenzando por el Obispo de Roma (infalible solo en asuntos de fe y costumbre), como sucesor del apóstol Pedro y todos los pastores de la Iglesia.
Podríamos hacer quizá una examen de conciencia preguntándonos en qué ocasiones, en nuestra vida, buscamos ejercer poder o control sobre los otros. Hay en cada ser humano una sed innata de poder. ¿Cuántas veces nos dejamos guiar sutilmente, o no tan sutilmente, por esta sed de poder y control? ¿Estamos atentos a los profetas despojados de todo poder, pero que hablan con autoridad, o estamos más bien fascinados por aquellos que ejercitan el poder? Sería triste que sigamos rechazando a Jesús en su propia casa, que somos nosotros, no aceptándolo como el profeta y Mesías que ordena nuestras prioridades y da sentido a nuestra existencia.
Decía el papa emérito, Benedicto XVI, el 8 de julio de 2013: «parece que Jesús —como se dice— se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6, 6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre.»
Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó (cf. Lc 1, 45). María no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios.
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