Pentecostés


 Los días que transcurrieron entre la Resurrección del Señor y la Ascensión debieron constituir para sus discípulos una experiencia inolvidable. Aunque las apariciones y desapariciones se sucedían inesperadamente, esa compañía junto al Señor glorificado explicándoles tantas cosas debió quedar fuertemente marcada en sus corazones. 

   Sin embargo, el Señor les había adelantado esto: Os conviene que Yo me vaya para que venga el Espíritu Santo. Algo muy importante debería ser esta llegada. ¿Habría para los discípulos algo más grande que Jesucristo al que habían visto realizar tantos prodigios y que ahora contemplaban vencedor de la muerte?

   ¿Por qué ese os conviene que Yo me vaya? Se podría aventurar que los discípulos hasta entonces estaban con Cristo, o mejor, que Cristo estaba con ellos. Pero al llegar el Espíritu Santo, Cristo está en ellos. Desde ese momento, somos hijos del Padre, hermanos de Jesucristo y confidentes del Espíritu Santo. Él hizo que gente que estaba atemorizada se transformaran, tras el acontecimiento de Pentecostés, en personas que dan abiertamente la cara por Jesucristo. Quienes no se atrevían a hablar se convirtieron en cuestión de horas en gentes que no se podían callar. 

Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído, responden ante la prohibición expresa de hablar de Jesucristo. El contraste es evidente: antes miedo, dudas, puertas cerradas; ahora: valor, empuje, alegría, paz. Es una segunda creación, expresada en el gesto de Jesús exhalando el aliento sobre ellos, recuerdo del gesto creador de Dios infundiendo vida a Adán (Gen 2, 7).
   Éste fue el origen de la Iglesia, su secreto, su fuerza, su alma. Éste, también, el secreto de los santos. Tal vez podamos preguntar o decir: ¿por qué yo no tengo o no siento ese empuje, ese ardor? ¿Hasta qué punto lo que leemos en los Hechos de los Apóstoles no obedece a una época dorada de la Iglesia? S: Pablo nos dice que somos templos del Espíritu Santo. Recordemos el episodio de la expulsión de los mercaderes del Templo. “No convirtáis la casa de mi Padre en un mercado” ¿No será que el templo de nuestra alma por todas esas preocupaciones y algarabía que la llenan parece un mercado?
   ¡Vivir para adentro, para escuchar más a Dios, incluso en medio de nuestras ocupaciones! “En mi meditación se enciende el fuego” (S. 38). Nos sentiremos invadidos por la fuerza de lo alto, como los Apóstoles, si escuchamos al Espíritu Santo que fue derramado en nuestros corazones el día del Bautismo. No olvidemos que el acontecimiento de Pentecostés se produjo en una atmósfera de oración. Si falta vibración, si notamos que estamos como apagados, debemos examinar si mi casa -templo de Dios- no ha sido ocupada por ladrones, por el bullicio de un mercado.
   ¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles, enciende en ellos el fuego de tu amor y renovarás la faz de la tierra, cambiarás tantas cosas que no van, que no te agradan, Señor, y que marcan con el sufrimiento a tantos hijos tuyos!
04:21

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