SAN FELIPE NERI
(† 1595)
Para estudiar la figura de San Felipe Neri, y hasta la última época y la sociedad en que él vivió, poseemos hoy una documentación verdaderamente excepcional. El proceso de beatificación de San Felipe se abrió con rapidez increíble. Fallecido el 26 de mayo de 1595, nos encontramos con que ya el 2 de agosto empiezan a recogerse testimonios. Esto hace que, de una parte, los testigos sean abundantísimos (baste el dato de que en los cinco primeros meses se oye a ciento cuarenta y seis testigos), y, de otra parte, sus testimonios tengan una viveza, un colorido, una abundancia de detalles que no suelen ser frecuentes en esta clase de procesos, muchos de los cuales se redactan tardíamente, cuando ya el tiempo ha hecho perder brillantez a la contemplación de las cosas ocurridas. El mismo notario que intervino en la mayor parte de la declaración de los testigos tuvo el buen cuidado de recoger las declaraciones casi taquigráficamente. Se nota una diferencia abismal entre el lenguaje elegante, depurado, de unas declaraciones y el lenguaje popular, lleno de incorrecciones, abundante en frases sin terminar de otras. Incluso como documental de una época, el proceso, que ha sido recientemente editado, constituye un documento inapreciable.
Aparece así el que con razón ha sido llamado “el más italiano de los santos” retratado por toda clase de gentes, tal y corno verdaderamente fue y como le vieron sus contemporáneos. Con sus extravagancias y sus aspectos admirablemente humanos, con su celo por las almas y su alegría desbordante, con su preocupación por los pobres y los más desamparados. Y de todo esto nos hablan gentileshombres y cortesanos, curiales y modestísimos artesanos, soldados y estudiantes, dependientes de comercio y empleados de banco. Es más: concurren al proceso no pocos artistas, músicos, pintores, con quienes tanto trató, y algunos médicos. No faltan tampoco las mujeres, desde las pertenecientes a la nobleza romana hasta las de las clases más humildes, pasando por religiosas claustradas. Las jerarquías eclesiásticas, desde los cardenales hasta los más sencillos sacerdotes, de oscuras iglesias de Roma, y religiosos pertenecientes a diversas Ordenes. Es un cuadro animadísimo que nos muestra la acción espiritual de aquel “gran hombre” que fue San Felipe, según reiteradamente le llaman los testigos. No hay duda de que él fue uno de los elementos que mas contribuyeron a resolver la crisis de civilización por la que atravesó la humanidad en el siglo XV. El desconsiderado humanismo que este siglo había entronizado a sus comienzos resultó barrido ante el huracán de la herejía protestante y la violenta reacción que provocó. Pero, superando la exasperación que algunas veces pudo llegar a revestir esta reacción, la segunda generación de la reforma católica restableció el equilibrio entre el espíritu religioso y un nuevo humanismo, entre la ortodoxia romana y las nuevas exigencias de la naturaleza y del hombre. El proceso demuestra cómo San Felipe fomentó y efectuó prácticamente esta obra de mediación y reconciliación, de la cual se originan, en último término, la moderna espiritualidad y la civilización cristiana.
Poco sabemos de la niñez de Felipe Neri. Ya su padre debió de ser un tipo singular, que unía el ejercicio del notariado con las aficiones a la alquimia. Felipe había nacido el 21 de julio de 1515 y bien pronto perdió a su madre. Su madrastra, sin embargo, le educó con el mayor cariño. Uno de los testigos que mayor número de noticias aportó a los procesos, Fabricio Massimo, nos cuenta que ya desde niño le llamaban “el buen Pippo”, anticipándose al sobrenombre que habría de recibir en Roma años después: “Felipe el Bueno”.
Nada sabemos de sus estudios. Ciertamente los tuvo, pues en su edad adulta se le verá en Roma conversando con los eruditos más distinguidos de su tiempo y orientando hacia los trabajos del espíritu a aquellos discípulos suyos que considera más capaces. Sabemos que tuvo una infancia feliz, alegre, de una pureza sin tacha. Que en su adolescencia gustó de la poesía, de la música y del entusiasmo por la naturaleza,
Hacia 1532 abandonó su casa, por consejo de su padre, para irse a vivir a un lugar llamado San Germán, próximo a Montecasino, “donde estaba —nos dice un testigo de su proceso— un tío suyo rico con muchos miles de escudos y que era mercader”. Su padre le había enviado para que se ejercitase en la mercadería, y el muchacho, aunque no muy hábil para esas cosas, se mostró, en cambio, tan encantador, que su tío pensó dejarle heredero de toda su fortuna. Pero Felipe sentía otros deseos y se marchó a Roma, pese a todas las reconvenciones cariñosas, con un plan no muy definido de vivir en la Ciudad Santa a la manera de ermitaño laico. Esto ocurrió hacia el año 1536. Y ya no volverá a salir de Roma jamás. Uno de sus criados y confidentes cuenta que varias veces le preguntaba por qué no se iba a pasar unos días a su tierra natal. Y que él siempre contestaba con gracia: “Lo haré más adelante. Ahora estoy ocupado”.
En Roma se encuentra en una situación de pobreza total. No quiere, sin embargo, recurrir a los suyos y se acoge a un compatriota, Galeotto Caccia, director de la Aduana pontificia, con quien vive durante catorce años entregado a los ayunos y a la oración. Hace sus estudios de filosofía en la Sapienza y de teología en los agustinos, y, una vez terminados aquéllos, inicia sus trabajos de apostolado. Iba a ser el apóstol de Roma, por excelencia.
Entregado sin límites a los pobres, a los humildes, a los jóvenes más abandonados, le corresponde trabajar en un ambiente particularmente difícil. Por aquellos mismos días el papa Adriano V escribía: “Sabemos bien que el mal se ha extendido de la cabeza a los pies, del Papa a los prelados… Todo está viciado”. San Felipe toma abiertamente partido entre los apóstoles de la reforma e inicia para ello una porción de curiosas empresas.
Unas veces le encontramos en la célebre cofradía Oratorio del Divino Amor, esforzándose en restablecer la visita a los hospitales. Años después vemos cómo se une a una pequeña asociación fundada por su confesor con el nombre de La Santa Trinidad de los Peregrinos, para atender a los que se encontraban en necesidad. La asociación va tomando mayor auge, tiene que marchar de la iglesia de San Salvador a la de San Bernardo y va extendiendo sus actividades. San Felipe, con sus cofrades, visita las prisiones, ayuda a los estudiantes pobres, atiende a los convalecientes y parece llegar a todos con su espíritu y su caridad.
Alguno de sus éxitos apostólicos llega a tener enorme resonancia. Así cuando, condenado a muerte el célebre hereje Paleólogo, antiguo dominico de una extraordinaria capacidad intelectual, sale Felipe a su encuentro cuando le conducían a la hoguera, y le habla con tal convicción y entusiasmo, que consigue su conversión. Así también en su intervención para obtener, gracias a su crédito ante la Santa Sede, la conversión del “buen rey Enrique IV”, que no olvida jamás, según se lee en la Vida de Morosini, “que fue potentemente ayudado por este santo hombre para recobrar la gracia de la que la herejía le había tenido alejado”.
Por fin, en 1551, San Felipe se decide a recibir el sacerdocio. Tonsurado en marzo, cuando tenía treinta y seis años, recibe la ordenación sagrada en mayo. Deja entonces la casa de su bienhechor Caccia y se retira a la iglesia de San Jerónimo de la Caridad. Allí le esperaban las humillaciones y los sufrimientos. Uno de los testigos del proceso nos cuenta, por ejemplo, haber visto con sus propios ojos a San Felipe revestido de una vieja alba y de unos pobrísimos ornamentos, retirándose con lágrimas del altar porque se le impedía decir misa. Una de las novedades de que se le acusaba era precisamente ésa: la de exhortar a los sacerdotes a decir misa todos los días y a los fieles a comulgar frecuentemente.
Sobreviene poco después, en 1555, en la vida de San Felipe un nuevo personaje verdaderamente singular: Bensignore Cassiaguerra, héroe de una novela que no desmerecía Las mil y una noches, a la que puso fin una visión de Jesucristo con la cuerda al cuello y llevando la cruz. Bonsignore es nombrado superior de la casa, participa plenamente de las “ideas avanzadas” de San Felipe y transforma aquella naciente comunidad de sacerdotes en un primer esquema de lo que habría de ser años después el Oratorio. A los dos amigos viene a unírseles Tarugi, senador de Roma y futuro arzobispo de Aviñón, que tanta influencia tuvo en la magnífica reforma pastoral que se obró en Francia en el siglo XVII. Se une también Baronio, al que, como el anterior, esperaba el cardenalato, y que logra una espléndida labor literaria, entre la que destacan sus Anales eclesiásticos.
Se ha iniciado la que pudiéramos llamar “edad de oro” en la vida de San Felipe. Acompañado de aquel grupo de sacerdotes selectísimos, Felipe se lanza abiertamente al más intenso apostolado. Horas interminables de confesonario, visitas a enfermos y hospitales, organización de distracciones para la juventud… Y, sobre todo, aquellas procesiones populares de las que nos hablan tantos testigos. Sólo un hombre excepcional como San Felipe podía evitar que aquello degenerase en tumulto o en partida profana. Pero no era así: el cortejo se ponía en marcha muy de mañana, todos cantando y rezando, para visitar las siete iglesias romanas. Al mediodía se hacía un alto en una viña, propiedad de un amigo de San Felipe, donde los devotos peregrinos comían en pleno campo. Después se volvía a organizar la procesión, hasta que anochecía. Estas procesiones, que eran frecuentes, tenían, sin embargo, especial solemnidad durante el carnaval, tantas veces licencioso en la antigua Roma de los papas.
No le faltaron sinsabores. En los tiempos duros del papa Paulo IV la Inquisición intervino para examinar las actividades de aquel singular sacerdote. Dicen los testigos que se presentó ante el tribunal con tal humildad y dulzura, que el mismo Papa quedó prendado de él, y hasta mostró alguna vez pena por no poder participar en las devotas peregrinaciones que él organizaba.
En tiempos de San Pío V volvió de nuevo la persecución. Se le prohibió organizar procesiones y se le sometió a una estrecha vigilancia por lo que atañía a su predicación. Nuevo triunfo de San Felipe, que se vio rodeado en lo sucesivo de la simpatía del nuevo Pontífice.
Por lo demás, el campo de apostolado de San Felipe continúa extendiéndose. De manera inesperada es llamado un día por los capellanes florentinos de la iglesia de San Juan Bautista, en la señorial vía Giulia, para ser rector de ella. San Felipe acepta tan sólo, y por intervención del Papa, una especie de dirección general. La nueva iglesia es complemento de la de San Jerónimo, y campo de actividad del grupo sacerdotal que durante esos años ha ido organizándose y consolidándose. Tanto que ha habido que pensar ya en darle una sencillísima regla.
Y he aquí que el 15 de julio de 1575 una bula pontificia instituía una Congregación de sacerdotes y clérigos seculares bajo el nombre del Oratorio, encomendándoles la iglesia de la Vallicella. Pocos fundadores habrá habido que se hayan negado tan obstinadamente a serlo. Si aceptó el ponerse al frente de aquel sencillísimo grupo, para el que nunca quiso votos ni nada que pudiera asemejarlo a una Congregación religiosa propiamente dicha, rehusó rotundamente todo lo que pudiera parecer una extensión del Oratorio fuera de Roma. Pese a que la contradicción venía de personalidades como San Carlos Borromeo y los cardenal Tarugi Y Baronio, él se mantendrá siempre firme en su deseo de la absoluta independencia de unas casas respecto a otras.
El Oratorio es su creación genial. Cada casa autónoma agrupa a unos cuantos sacerdotes, sin otro vínculo que el de la caridad. Viven vida común, bajo la autoridad del padre o prepósito, al que eligen trienalmente, y tratan de santificarse con la observancia libre de los consejos evangélicos. Con diferencias de matiz, el Oratorio, que en vida del Santo se extendió a Nápoles, escribiría páginas gloriosísimas en la historia de la Iglesia en Francia, en Inglaterra, en Alemania y en España. Hoy mismo subsiste pujante, después de haberse confederado los diversos Oratorios el año 1942.
Los papas bendicen el Oratorio. Es más, en repetidas ocasiones, y muy en especial en el pontificado de Gregorio XIV, ofrecen a su fundador el capelo cardenalicio. Pero él se mantiene firme en se deseo de continuar como hasta entonces, sin otro cuidado que el de ejercitar su apostolado con la mayor sencillez que le sea posible. A sus hijos, los oratorianos, les pondrá en la regla la prohibición de “osar bajo ningún pretexto cortejar o acompañar a cardenales u otros personajes, porque habrían de estar al servicio de Dios únicamente”.
A su admirable actividad unió también un profundo espíritu de oración. Viviendo en la Vallicella, transformada después en la magnífica Chiesa Nuova, solía marcharse días enteros a su “asilo de soledad”, que era San Jerónimo. Durante largas horas se entrega a la oración, muy frecuentemente premiado con extraordinarias gracias místicas. Los testigos de su proceso de beatificación nos contarán cómo con frecuencia le costaba recobrarse después de los éxtasis y volver a atender a las cosas de este mundo. Sin embargo, todos a una confiesan que bastaba que se interpusiese en lo más mínimo el bien de las almas, para que San Felipe interrumpiera su oración. Incluso durante la acción de gracias después de la misa, hora por él preferida para el máximo recogimiento, se podía recurrir a él en la seguridad de que inmediatamente se ponía en el confesonario.
Conocida es la anécdota, para unos milagrosa y para otros explicable de manera puramente humana, de su visión el día de Pentecostés de 1544, con la consiguiente dilatación de corazón y la deformación de dos costillas, curvadas fuertemente para liberar el mismo corazón. Una de ellas se conserva todavía en el Oratorio de Nápoles. Como decimos, hay discusión sobre el alcance exacto de este fenómeno. Pero en lo que no puede haberla es en el amor intensísimo que siempre sentía hacia Dios y hacia las almas.
En alguna ocasión parece que la lucha entre su deseo de soledad y el apostolado se hizo particularmente dura. Una visión interior le aclaró su vocación, imprimiendo en lo más profundo de su alma estas palabras: “La voluntad de Dios es que marches por medio del mundo, pero como en un desierto”.
Los ayunos, las penitencias, las largas horas de confesonario, fueron minando aquella naturaleza que, por otra parte, parecía sobrehumanamente fuerte. En 1593, alegando estas enfermedades, obtuvo, por fin, el verse libre del gobierno del Oratorio. Baronio le sucedió, designado unánimemente por todos los electores. San Felipe hubo de guardar cama. Se le oía murmurar: “¡Tú, oh Cristo, en la cruz, y yo en la cama, tan bien cuidado, tan atendido, rodeado de tantas personas que se desvelan por mí!”. Sus males se iban multiplicando, pero sin llegar nunca a borrar de su rostro aquella sonrisa que era su más destacada característica.
En 1595 su salud se agravó más y más. Recibió la extremaunción y después comulgó de manos de San Carlos Borromeo. Pareció restablecerse; pero, por fin, el 26 de mayo de 1595, en la noche de la fiesta del Corpus, murió dulcemente.
Su cuerpo fue transportado el 24 de mayo de 1602 a una capilla edificada por Nero de Neri y Tarugi.
Como hemos dicho, su proceso de beatificación empezó dos meses después de su muerte y se prosiguió, de manera un tanto irregular, hasta el 22 de octubre de 1608. Estaba un tanto parada la causa, cuando Carlos Gonzaga, duque de Nevers y embajador extraordinario, de Francia, pidió al Papa que permitiese al Oratorio celebrar la misa y recitar el oficio de su fundador. El Papa pasó el asunto a la Congregación de Ritos, y ésta declaró que eso equivalía a una beatificación y que, por consiguiente, era necesario completar el proceso. Paulo V se decidió entonces, a la vista de esta contestación y de las peticiones que le llegaban de todas partes, a encomendar la causa a la Sagrada Congregación el 13 de abril de 1609.
Tras no pocas vicisitudes, y la apertura de dos nuevos procesos, se consiguió por fin, gracias a las decisivas intervenciones del cardenal Belarmino, la beatificación el día 25 de mayo de 1615. Prosiguió bajo Gregorio XV el proceso de canonización. Una nueva intervención de San Roberto Belarmino determinó que el 13 de noviembre de 1621 se declarase que se podía proceder a la canonización. Y, por fin, el sábado 12 de marzo de 1622, juntamente con los cuatro santos españoles Isidro, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús, era solemnísimamente canonizado.
El Oratorio obtuvo su definitiva aprobación en 1612. Según hemos dicho, en 1942 fue aprobado de nuevo, estableciéndose una cierta confederación entre las diversas casas, al frente de la cual está un visitador general, asistido por una diputación permanente.
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