Te doy gracias, Jesucristo Sacerdote por mis años de sacerdocio, que son tuyos: Durante este tiempo hablas por mis palabras, santificas por mis manos, y amas con mi corazón. Yo soy el honrado, y Tu quien se humilla.
Agradezco tu confianza, fidelidad, y compañía, nunca interrumpidas, en todo el tiempo. Y pido perdón por mis fallos, mis tardanzas, mis dudas y mis ligerezas.
Te agradezco, Señor, poder celebrar a diario la Santa Misa, a veces con poquita gente, otras con una multitud, pero siempre igualmente valiosa, consoladora, salvifica y eficaz. Yo soy el primer beneficiario de estas celebraciones eucarísticas, cuya prolongación feliz es el rezo diario de la Liturgia de las Horas.
Te agradezco así mismo, Señor, poder perdonar en tu nombre, alentar, estimular y guiar a muchos. Yo soy quien más aprende, perdonando, aconsejando y guiando.
Te agradezco, Señor, poder consolar a los enfermos y a muchos atribulados. Administrar la Santa unción y el viático, disponiendo a los moribundos para la eternidad. Que gran estímulo es siempre para mí ejercitar esta obra de misericordia.
Te agradezco ser portador de tu palabra con la que yo soy iluminado, al tratar de iluminar.
Te agradezco, Señor, por las familias que, en estos años, crecen y se fortalecen por mi sacerdocio. Las siento a todas como prolongación de la familia de Nazaret, y así me gustaría seguirlas considerando.
Y te agradezco, Señor, aún más si cabe, la posibilidad que me das de ayudar a que maduren otras vocaciones sacerdotales, que no dejo de buscar y ayudar con entusiasmo.
Por todo ello y por tanta grandeza sacerdotal concedida: ¡Gracias, Señor!
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