EL TIEMPO ORDINARIO
Además de los tiempos que tienen un carácter propio, quedan 33 ó 34 semanas en el curso del año, en las que no se celebra algún aspecto peculiar del misterio de Cristo, sino más bien se recuerda el mismo misterio de Cristo en su plenitud, principalmente los domingos. Este período de tiempo recibe el nombre de Tiempo Ordinario. El color característico para los ornamentos es el verde.
Para algunos cristianos el Tiempo Ordinario puede resultar un “tiempo un poco incoloro”, a pesar de las inmensas riquezas espirituales con las que la reforma litúrgica lo ha dotado, ofreciendo un doble ritmo dominical y ferial. Es un Tiempo todavía poco conocido en su estructura, contenido y expresión de fe.
La importancia de este Tiempo se centra en conseguir la progresiva asimilación del misterio de Cristo por parte de los fieles, porque semana tras semana y día tras día se presenta toda la vida histórica de Jesús, vista siempre a la luz del misterio pascual.
Este tiempo nos ofrece igualmente, la dinámica interna del crecimiento y la realización del Reino de Dios en este mundo. Los domingos y semanas anteriores al bloque de Cuaresma-Pascua sirven para introducirnos en la predicación y actualización del Reino de Dios por parte del Jesús histórico. Mientras que los domingos y semanas posteriores, sirven para centrarnos en la experiencia que del Reino de Dios ha de hacer la Iglesia pospascual de los tiempos.
El Tiempo Ordinario comienza el lunes que sigue al domingo posterior al 6 de enero y se extiende hasta el martes antes de Cuaresma inclusive: de nuevo se reanuda el lunes después del domingo de Pentecostés y termina antes de las primeras Vísperas del domingo de Adviento.
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LUNES DE LA SEMANA 8ª DEL TIEMPO ORDINARIO
Lectura del libro del Eclesiástico 17,20-28:
A los que se arrepienten Dios los deja volver y reanima a los que pierden la paciencia. Vuelve al Señor, abandona el pecado, suplica en su presencia y disminuye tus faltas; retorna al Altísimo, aléjate de la injusticia y detesta de corazón la idolatría. En el Abismo, ¿quién alaba al Señor, como los vivos, que le dan gracias? El muerto, como si no existiera, deja de alabarlo, el que está vivo y sano alaba al Señor.
¡Qué grande es la misericordia del Señor, y su perdón para los que vuelven a él!
Sal 31,1-2.5.6.7 R/. Alegraos, justos, y gozad con el Señor
Dichoso el que está absuelto de su culpa,
a quien le han sepultado su pecado;
dichoso el hombre a quien el Señor
no le apunta el delito. R/.
Había pecado, lo reconocí,
no te encubrí mi delito;
propuse: «Confesaré al Señor mi culpa»,
y tú perdonaste mi culpa y mi pecado. R/.
Por eso, que todo fiel te suplique
en el momento de la desgracia:
la crecida de las aguas caudalosas
no lo alcanzará. R/.
Tú eres mi refugio, me libras del peligro,
me rodeas de cantos de liberación. R/.
Lectura del santo evangelio según san Marcos10,17-27:
En aquel tiempo, cuando salta Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Jesús le contestó: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.» Él replicó: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.» Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.» A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!» Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió: «Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por todo el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.» Ellos se espantaron y comentaban: «Entonces, ¿quién puede salvarse?» Jesús se les quedó mirando y les dijo: «Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.»
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1. (año I) Sirácida 17,20-28
a) El sabio, en esta breve página, llena de ternura, nos invita a convertirnos a Dios, mientras sea tiempo: después de la muerte ya no podremos alabar a Dios ni darle gracias ni convertirnos. Conviene recordar que en el AT no tenían idea clara de la otra vida: todo se resuelve en esta.
El motivo fundamental con el que quiere animar a los pecadores a que se conviertan es la bondad de Dios: «A los que se arrepienten Dios los deja volver… qué grande es la misericordia del Señor y su perdón para los que vuelven a él».
Por tanto nuestra actitud más sabia es la de convertirnos: o sea, «volver», «retornar a Dios», «abandonar el pecado», «alejarnos de la injusticia y de la idolatría».
A eso nos invita también el salmo, que rezuma confianza en la bondad perdonadora de Dios y que podríamos rezar hoy por nuestra cuenta, por ejemplo después de la comunión: «Dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito… tú perdonaste mi culpa y mi pecado…tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación».
b) Dios nos espera también a nosotros. Para «convertirse» no hace falta ser grandes pecadores. Convertirse significa cambiar de dirección, volver la cara hacia Dios. Eso lo debemos hacer también los que sencillamente andamos distraídos, mirando hacia otro lado o caminando por otros caminos; los que podemos haber caído en la mediocridad, en la rutina y en la dejadez espiritual.
Escuchemos como dicho para cada uno de nosotros lo de «abandonar el pecado» y alejarse de las ocasiones. Para el Eclesiástico, los pecados peores son dos, uno referido a Dios. la idolatría, y otro al prójimo, la injusticia: «Aléjate de la injusticia, detesta de corazón la idolatría». Cada uno sabrá qué idolatrías más o menos larvadas esconde en su vida y qué injusticias está cometiendo en su trato diario con los demás.
En cuanto a la motivación básica de nuestra confianza, tal vez no será inútil que se nos recuerde una verdad que aparece como fundamental ya en el AT: que Dios es bueno, que «nos deja volver». Lo suyo es perdonar y además «reanima a los que pierden la paciencia». (Por cierto, nosotros ¿dejamos volver a los que quieren corregirse o nos mostramos intransigentes con ellos y les desanimamos ya de entrada, por la cara que les ponemos, en su posible conversión?).
La celebración de la Eucaristía la solemos comenzar con un breve acto penitencial, reconociendo ante Dios nuestra debilidad y pidiéndole que nos purifique interiormente. Es buena manera de empezar, para así dejarnos llenar de la novedad y la gracia del Resucitado.
Pero tenemos otro sacramento, el de la Reconciliación, más específicamente destinado a celebrar esta conversión y este perdón: por parte de Dios, que es el que lleva la iniciativa, el perdón; por parte nuestra, la conversión. Para que continuamente empecemos una nueva vida que nos vaya haciendo madurar en nuestra comunión con Dios.
2. Marcos 10,17-27
a) Jesús se encuentra con un joven que quiere «heredar la vida eterna» y entabla con él un diálogo lleno de buena intención y de psicología.
El joven parece sincero. ¿Tal vez un poco demasiado seguro de su bondad: «todo eso lo he cumplido desde pequeño»? Jesús le mira con afecto, con esa mirada que tanto impresionó a sus discípulos: la mirada de afecto al joven de hoy o la de ira a los que no querían ayudar al enfermo en sábado, o la de perdón a Pedro después de su negación. Al joven le propone algo muy radical: «una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme». El joven se retira pesaroso. No se atreve a dar el paso.
Jesús saca la lección: los ricos, los que están demasiado apegados a sus bienes, no pueden acoger el Reino: «Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja…».
b) Es una escena simpática: un joven inquieto que busca caminos y quiere dar un sentido más pleno a su vida.
Pero el diálogo, que prometía mucho, acaba en un fracaso. Tampoco Jesús consigue todo lo que quiere en su predicación, porque respeta con delicadeza la libertad de las personas. Algunos le siguen a la primera, dejándolo todo. como los apóstoles. Otros se echan atrás. Jesús se debió quedar triste. Había puesto su cariño en aquel joven. Más tarde mirará con tristeza a la higuera estéril, que es Israel. Y a los que han convertido el Templo en cueva de ladrones. El joven se convirtió en símbolo del pueblo elegido de Dios que, llegado el momento, no quiso aceptar el mensaje del Mesías. No tuvo fácil su misión Jesús de Nazaret. Aunque tal vez así nos anima más a nosotros si tampoco tenemos resultados muy halagüeños en nuestra misión educativa o familiar o eclesial.
Es que Jesús no pide «cosas», sino que pide la entrega absoluta. No se trata de «tener» o no tener, sino de «ser» y «seguir» vitalmente: «que cargue con su cruz cada día y me siga», «el que quiera guardar su vida, la perderá». A todos nos cuesta renunciar a lo que estamos apegados: las riquezas o las ideas o la familia o los proyectos o la mentalidad.
Cuando estamos llenos de cosas, menos agilidad para avanzar por el camino. El atleta que quiera correr con una maleta a cuestas conseguirá pocas medallas. Es el ejemplo que nos dio el mismo Jesús: «el cual, siendo de condición divina, se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, y se humilló hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,6-7). Era rico y se hizo pobre por nosotros.
Los que han abrazado la vida religiosa han decidido imitar a Jesús más de cerca: han vendido todo y le han seguido. Si han querido hacer los votos de pobreza, celibato y obediencia, ha sido para poder caminar más ágilmente por el camino de las bienaventuranzas, para poder amar más, para estar disponibles para los demás, para ser libres interiormente, como Jesús. Todo ello, fiados no en sus fuerzas, sino en las de Dios: «es imposible para los hombres, no para Dios».
Todo cristiano puede seguir el camino de las bienaventuranzas. No se trata de que el discípulo de Jesús no pueda tener nada propio, sino de que no se apegue a lo que posee.
Que no intente servir a dos señores. Que lo relativice todo, para conseguir el tesoro y los valores que valen la pena, los que ofrece Cristo. De esta manera habremos aprovechado el tiempo de cuaresma y la pascua y su tiempo, que terminamos ayer de celebrar, que el Espíritu Santo nos guíe.
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