“La distinción entre vidas con valor y vidas sin valor, entre existencias dignas y existencias superfluas, nunca podría haberse formulado sin la quiebra anterior de un orden inspirado en los principios del cristianismo…
Según Adorno, nadie podría escribir un poema después de Auschwitz. Y, sin embargo, Paul Celan, un rumano educado en la cultura alemana por decisión de una familia que perecería en el exterminio, escribió uno de los mejores poemas de la posguerra, dedicándolo, precisamente, a aquella atrocidad. Celan creyó que solo el lenguaje poético podría ayudar a penetrar en las inmediaciones del mal, en los arrabales de la injusticia absoluta, en la vecindad del hondo corazón de las tinieblas. Porque solo a través de la intuición y la metáfora, solo mediante la intensidad de una imagen lírica, podríamos llegar a comprender el lugar del crimen. Ningún lector de la poesía europea de nuestro tiempo ha logrado escapar a la conmoción del Todesfugge, aquellos versos oscuros, reiterativos como golpes de aldaba en la historia de Occidente: «Cavamos tumbas en el aire, allí no hay estrechez». En efecto. Hacia un cielo humillado, hacia un cielo sombrío, se alzaron las vidas humanas reducidas a ceniza. Como pétalos de sombra, como puñados de polvo, como páginas devastadas, las cenizas que un día habían sido cuerpo del hombre, residencia del espíritu, elevaban su fragilidad dispersa hacia las nubes pálidas y sucias, hacia las nubes anchas del aterido cielo de Polonia”.
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