Homilía para el V Domingo de Pascua B
“Yo soy la vid verdadera”. Tenemos aquí una de las numerosas afirmaciones en las cuales Jesús revela su identidad. Yo soy el agua viva, la luz del mundo, el buen, hermoso pastor, la puerta de las ovejas, la resurrección y la vida, el camino, la verdad, etc. Las imágenes con las cuales se identifica, casi siempre, tiene elementos esenciales de la vida humana, y frecuentemente se le agrega un adjetivo que subraya su importancia: el agua viva, el buen pastor, por ejemplo.
Aquí Jesús se presenta como la vid verdadera. Para captar el sentido de este adjetivo, es necesario recordar que la verdad en el pensamiento hebreo está estrictamente ligada a la idea de fidelidad y constancia. No es necesario olvidar sobretodo que en el Antiguo Testamento, y en particular en los libros Proféticos, el pueblo de Israel es comparado a una viña (Oseas 10, 1; Jer 2, 21; Ez 17, 1-10; Is 5, 1-8, etc.). Pero el problema con esta viña es que ella no fue verdadera, no fue fiel, y entonces no dio frutos a su propietario. Entonces está en oposición a aquella vid de la que Jesús declara: “Yo soy la verdadera vid”.
Otra categoría importante en nuestro texto es aquella de la pertenencia. La palabra “permanecer” vuelve constantemente, (ocho veces) como leitmotiv. Nosotros no podemos dar frutos si no permanecemos estrictamente unidos a Jesús; esto es si solamente permanecemos en él y él en nosotros. Y la gloria del Padre de Jesús, que es el viñador, es que nosotros demos mucho fruto. En efecto, nosotros no somos llamados a ser los discípulos de Jesús y a formar su Iglesia simplemente para nuestra perfección individual, sino para dar frutos en el mundo al cual somos enviados para ser testigos de la salvación traída por Jesús.
Jesús extiende todavía más la imagen de la vid. Para producir frutos no basta permanecer unidos al tronco. Es necesario aceptar ser purificados, podados, aceptar ser despojados de todo aquello que es extraño al Evangelio.
En la primera lectura tenemos el ejemplo de alguien que se ha dejado llevar. En el camino de Damasco Pablo fue despojado de todo, y se injertó en la verdadera viña que es Cristo, del cual después fue uno de los brotes más fecundos.
En cuanto a la segunda lectura, del Apóstol Juan, nos invita a no dejarnos desanimar cuando hayamos sido infieles, cuando nos sentimos como brotes secos y cuando nuestro corazón nos acusa. Dios es más grande que nuestro corazón y conoce todas las cosas. Su amor misericordioso puede siempre injertarnos de nuevo en la verdadera vid y hacernos dar frutos en abundancia –un fruto que no será nunca exclusivamente nuestro, sino de la verdadera vid de la cual nosotros somos un brote.
Esta predicación siempre fue la de la Iglesia, pero hoy, nuestro papa Francisco nos la recuerda siempre. Nos estamos preparando para desde el 8 de diciembre, la Inmaculada Concepción, y durante casi todo el 2016 a celebrar el año de la misericordia. Misericordia para recibir a todos, pero no para quedar igual, sino para injertarnos como brotes a la verdadera vid, y salir de estar secos a producir abundante frutos. Que María santísima interceda para que siempre estemos unidos a Cristo.
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