Un ministro de la reina de Etiopía había estado en Jerusalén para cumplir sus deberes religiosos y adorar a Dios en el templo; debía de ser, por tanto, judío o temeroso de Dios. Preparó la caravana y dispuso todo rumbo al sur, en dirección a su propio país. Era un hombre bastante afamado, administrador de los tesoros de la reina, un funcionario competente. Leía la Escritura: en concreto, el libro del profeta Isaías.
Felipe, apóstol de Jesús, recibió un mensaje de Dios en su oración: «acércate a esa caravana que va por el camino de Jerusalén a Gaza». Felipe obedeció con prontitud. Se situó cerca del etíope, convirtiéndose así en su compañero de viaje. Iban lo dos juntos, pero fue Felipe quien rompió el hielo al preguntarle si comprendía lo que leía.
«¿Cómo voy a entenderlo, si nadie me lo explica?». La sincera respuesta del etíope motivó que Felipe le explicara el misterio central del cristianismo. El cordero que no abrió la boca, el cordero que murió humilde, aquel animal que ofreció su vida por los pecados de todos es, en realidad, Jesucristo, nacido en Belén, educado en Nazaret, que vivió en Cafarnaún y pasó por la tierra haciendo el bien.
Murió en la cruz y ahora vive para siempre. Ha resucitado. Felipe le explicó las Escrituras probablemente de modo muy semejante a como Jesús lo había hecho poco antes con los discípulos de Emaús. Le contó todo lo que en el texto sagrado se refiere a Cristo.
El etíope escuchaba con tal grado de entusiasmo que casi antes de que el misionero venido de Dios acabara le interrumpió pidiéndole el bautismo. Le había convencido. La alegría colmó el alma del funcionario de tal modo que será él mismo quien comenzará la extensión del cristianismo en Etiopía –una de las regiones de fe católica más antiguas del mundo.
Felipe pudo iluminar la conciencia del etíope porque poseía una fe verdadera e íntima, vivida y formada. Había conocido a Cristo y había estudiado las Escrituras. Para ser seguidor de Cristo hay que vivir la fe e, indudablemente, eso requiere estudiarla.
Fulgencio Espá
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