De lo único que estoy plenamente convencido es de la vanidad que supone todo trabajo humano que no sea el trabajo directo con las almas.
No sé si he llegado a ser sabio. No, seguro que no soy sabio. Pero he llegado, eso sí, ha ser comprensivo. Comprensivo con la mediocridad eclesiastica. Y ser comprensivo es una forma de sabiduría.
A veces me siento como un pobre Salieri al lado de una docena de Mozarts. Me gustaría pensar que les sobreviviré. Pero mi colesterol y mi médico piensan que en este caso no será precisamente así. Siempre queda la posibilidad de hacer una larga e inacabable confesión a un pobre cura joven que escucha asombrado hasta que llegan dos esbirros que te dicen que te llevan al baño semanal. Dos esbirros que te sonríen, pero que sabes que no van a admitir un no.
Sería maravilloso escribir los mejores, los más inspirados, los más formidables, pasajes de un suplemento a Summa Daemoniaca en mi lecho de muerte, mientras Müller va escribiendo a toda prisa a mi dictado, pidiéndome explicaciones, glosas, pidiéndome que no pare, que no me muera hasta acabar tal o cual capítulo.
O mejor todavía, Müller escribiendo a un lado de mi lecho final, y Burke escribiendo al otro lado. Afanados en dos mesitas en escuchar mi dictado genial y delirante. Y encontrándose a la postre con dos versiones antagónicas como colofón a mi Summa Daemoniaca. Y pidiéndome, exigiéndome, que aclare ciertos dubia. Mientras yo con un hilo de voz y una sonrisa me despido de ellos con una mirada que se adentra en el contenido de mi Summa.
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