Amor, razón y sentimiento

Lo primero que hemos de tener en cuenta es la importancia del correcto conocimiento de nosotros mismos, que va unido a la construcción de un equilibrio en el que el corazón, la razón, la voluntad y los sentimientos ocupan su lugar. El peligro reside en la pérdida de la verdad objetiva sobre uno mismo y sobre los demás. Hemos de dar las proporciones justas a los sentimientos, redimensionando los afectos con un esfuerzo de la inteligencia; también hemos de evitar la indiferencia estoica, y mirar a las personas con los ojos del corazón, y adivinando lo que necesitan gracias a la solidaridad.
Hay quienes, por temperamento o por educación, se interesan más por las ideas que por las personas; estos deben hacer un esfuerzo especial para prestar atención a los demás y ponerse en su lugar. Con este enfoque, aprenden a no tratar al otro como un objeto del pensamiento (razonando indefinidamente sobre su conducta), sino como un fin en sí mismo. Sin ese esfuerzo de comprensión de las situaciones y de las personas, corren el riesgo de cegarse por su inteligencia especulativa y de vivir fuera de la realidad. Han de luchar, pues, contra un eventual egoísmo, y corregir así su estrechez de mente. El hecho es que existen hombres de talento, que al mismo tiempo son muy limitados en aspectos esenciales, tales como la relación con los demás o la toma de decisiones sensatas. Pero también existe también el peligro contrario de vivir de un modo extrovertido, desdeñando la importancia del pensamiento,de la reflexión y de la especulación intelectual, que equilibran los sentimientos y los protegen de la fascinación, del rechazo y de las amargas decepciones.
¡Qué difícil es el conocimiento exacto de los demás!, y cuán importante resulta: permite comprender mejor su modo de actuar e impide las condenas estériles. Como dice incidentalmente el Catecismo de la Iglesia Católica cuando habla de la Theologia y de la Oikonomia en audaz paralelismo con el conocimiento de Dios por el hombre, «la persona se muestra en su obrar, y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprenderemos su obrar» [CEC 236].
En todo caso, el amor siempre da la clave de lectura justa, y esto también lo enseña la revelación cristiana que, como explica Jean Daniélou, «al introducirnos en el abismo del ser inaccesible a nuestra propia razón, nos hace penetrar esta realidad misteriosa, que el absoluto es en sí mismo tri-personal, es decir que el amor es contemporáneo del ser». Precisamente en lo más profundo del corazón echa raíces el equilibrio de la persona: su corazón es puro cuando adquiere la madurez cristiana. Así lo expresa Benedicto XVI: «El corazón puro es el corazón que ama, que entra en comunión de servicio y de obediencia con Jesucristo. El amor es el fuego que purifica y une razón, voluntad y sentimiento, que unifica al hombre en sí mismo gracias a la acción unificadora de Dios, de forma que se convierte en siervo de la unificación de quienes estaban divididos: así entra el hombre en la morada de Dios y puede verlo. Y eso significa precisamente ser bienaventurados». De alguna manera, la comprensión del otro es comunicativa.

(Guillaume Derville en “Amor y desamor”).

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